Publicado el Deja un comentario

Creciendo con Alex

1. BAILAR SIN REGLAS, MAMÁ

Me sentí aterrada, asustada y enormemente triste; de sobra sabía que iba a despertar al ogro que llevaba dentro, y fuera también, para qué engañarnos. Tenía que hablar con ellos, no podía seguir mintiéndoles por más tiempo. Necesitaba quitarme esa culpabilidad que sentía, culpabilidad que no era real, porque no había hecho nada malo, era injusto. Sabía que provocaría la guerra entre mi madre y yo y que el buenazo de mi padre sería el que sufriera todas las consecuencias, pero tenía que dejar de pensar en el resto del mundo, porque si no nunca dejaría de sentirme tan gris y tan apagada. No podía arriesgarme a que todo volviera a dejar de tener sentido y no estaba dispuesta a pasar otra vez por lo que ya casi había superado.
Desde que tenía uso de razón, mi madre me matriculó en una de las más prestigiosas escuelas de danza de todo Madrid. Casi desde antes de aprender a andar ya sabía girar sobre mis punteras; siempre me había gustado la danza, por eso nunca me había pesado asistir a clase cuatro días a la semana. Pero desde lo ocurrido con mi hermana gemela dejé de encontrarle sentido a todo, e incluso dejé de sentir pasión por el baile. Mis padres se apagaron de golpe y nada de lo que yo hiciera o dijera les venía bien, al contrario, mi madre aprovechaba cualquier momento del día para reprocharme. Nunca lo hizo directamente, pero sabía por la forma en la que me gritaba que me hacía culpable de todo lo ocurrido. Y si con eso no era suficiente, encima yo me repetía noche tras noche que «tenía que haberme pasado a mí y no a ella». Con ese cargo me había tirado muchos años de mi vida, el dejar de hacer lo que de verdad me apetecía por complacer a mis padres, por no decepcionarles, por no darles más problemas ni calentamientos de cabeza; me había mantenido al margen, siempre había intentado ser una hija ejemplar, vacía pero ejemplar, sacando las mejores notas, siendo la primera de la clase, esforzándome el doble en baile y, sobre todo, como persona. Pero nunca había sido suficiente ni para ellos ni para mí. Había intentado sacarlos de ese pozo en el que cada día se hundían un poco más. Pero… ¿Quién me sacaba a mí de ese agujero en el que yo también estaba tan adentro? ¿Quién se preocupa por lo que a mí realmente me apetecía? O el simple hecho de verme actuar en las obras de ballet, porque desde luego mis padres hacía tiempo que dejaron de hacerlo.
Desde que murió mi hermana yo había pasado a ser un cero a la izquierda. Antes del maldito accidente mi madre no dejaba de estar encima de mí; yo era la niña de sus ojos, la que llegaría muy alto en el mundo de la danza y la que sería una gran bailarina: «Pequeña, tienes un don y debes aprovecharlo, estoy segura de que serás lo que tú quieras ser», me repetía sin cesar, y no era que menospreciara a mi hermana, en todo momento nos trató por igual, pero mi madre y yo desde siempre tuvimos algo en común, «el baile». Nos fascinaba por igual, lo vivíamos, lo sentíamos y, por desgracia, ella nunca tuvo la oportunidad que a nosotras desde muy pequeñas nos brindaron, y lo que ocurrió fue que su sueño lo estaba convirtiendo en el nuestro.
Mi hermana Alba era mi pareja de ballet en casi todas las obras; las dos juntas llegamos a hacer unos espectáculos increíbles, aunque ella lo hacía por mí, no porque le apasionara la danza. Éramos inseparables, pero de gustos diferentes; donde iba una allí que iba la otra. Teníamos el mismo grupo de amigos, aunque muy a menudo prescindíamos de él porque nos teníamos la una a la otra como mejores amigas. Desde entonces… una importante parte de mí se fue con ella.
Desde siempre mi casa estaba llenas de normas, reglas y protocolos, desde que nos sentábamos a la mesa a comer hasta que nos íbamos a dormir. Nunca me dejaron ser yo misma y, encima, sin comerlo ni beberlo, de pronto me sentía sola, triste, agotada, sin nadie con quien poder llorar ni con la que desahogarme, sin nadie a la que gritarle y sacar toda esa frustración que sentía por dentro y que cada noche ahogaba a gritos en mi almohada. Por eso, más que nunca estaba decidida a contarle a mis padres que quería dejar la escuela de danza. Desde hacía unos meses había empezado a quererme un poquito más y a decidir por mí misma lo que de verdad me gustaba hacer: «Bailar sin reglas, mamá». Hostia tremenda que me llevé; me caí hasta de la silla en la que estaba sentada. Aunque fue la primera y última recibida en toda mi existencia, me llegó hasta lo más profundo de mi alma. La cara me escocía y me ardía por el dolor; las lágrimas y los sollozos comenzaron a salir desde mi garganta sin poder contenerlos.
—¡Alejandra! ¡Sube inmediatamente a tu habitación y reflexiona sobre lo que acabas de decir! ¡¿Qué clase de educación te hemos dado?! Como para que ahora nos vengas con que estás bailando tirada en las calles como una cualquiera. ¡¿Qué hemos hecho para merecer esto, Señor?!
Mi madre se puso completamente fuera de sí. En la sala solo se escuchaban chillidos, gritos y lamentos; nunca jamás la había visto así, hecha una auténtica fiera. Mi padre, el pobre, no se atrevió ni a abrir la boca; yo me levanté del suelo, dejando la silla ahí tirada y sin dejar de frotarme la mejilla con la mano me sequé las lágrimas que recorrían mi cara por el escozor. Sin decir ni una palabra me fui a mi habitación a llorar con todas mis ganas. No había más que decir, total, mi madre no iba a entrar en razón; ni siquiera me escucharía, es más, no intentaría ni entenderme. Cuando entré a mi habitación cogí la foto de mi hermana y mía, la abracé tan fuerte que noté como el marco de madera se hincaba en mi estómago, me tiré horas mirando la imagen en la que salíamos las dos riéndonos a carcajadas, era de las más recientes y fue después de haber salido de una actuación. Teníamos los mismos rasgos, el mismo color negro de pelo, el mismo verde de ojos, frente pequeña, nariz un poco respingona y labios voluminosos.
Esa noche no dormí, pero sí lloré mucho por la presión que oprimía mi pecho y por esa impotencia que sentía. Después de ver la reacción de mi madre no fui capaz de dejar la danza, pero tampoco renuncié a nada más.

2. ALEX

Mi nombre es Alejandra Almenara, pero todos me llaman Alex, y no por ser la abreviatura de mi nombre sino porque de pequeña cuando me preguntaban que cómo me llamaba siempre decía Alexandra, simplemente porque me gustaba más, era más fácil de pronunciar y porque cuando eres pequeña piensas que las cosas se pueden cambiar así de fácil. Tengo veintitrés años y estoy en el último curso de carrera. Estudio el Grado de Lengua y Literatura, ya que desde siempre me han apasionado los libros, leer y escribir mis propias historias para adentrarme en un mundo distinto al que vivo. Me resulta alucinante ver cómo los autores son capaces de hacerme soñar a través de sus palabras; te emocionan y te ayudan a olvidar este maldito mundo real e insostenible del que vengo. Así que no me lo pensé ni dos veces antes de matricularme en esta carrera, porque algún día me encantaría ser capaz de escribir una historia que provoque mil sensaciones a aquellas personas que la lean.
Me gustan muchas cosas, sobre todo estar activa. Pero lo que más me gusta es tumbarme en la alfombra de mi habitación y tirarme las horas muertas leyendo y soñando despierta. Antes me gustaba conocer a gente nueva, salir con mis amigos y disfrutar de lo que me rodeaba, pero desde lo ocurrido con Alba he preferido la soledad. Si me dijeran que el mundo está a punto de acabarse y que tengo que escoger lo que más me gusta, sin duda elegiría el baile, porque es lo único que me hace sentir completamente libre, cuando bailo me siento grande e inalcanzable; siento cómo esa parte de mí que tengo muy escondida sale a la luz y se expone ante todo el mundo. Cuando bailo… soy yo.
Antes de que mi vida cambiara yo era más atrevida, alegre, divertida, despreocupada y sobre todo risueña. Siempre me reía por todo y en todo momento me sentía capaz de comerme el mundo, pero desde hace tiempo ese tipo de persona se perdió muy dentro de mí: se apagó como el que apaga una luz, incapaz de volver a encenderla nunca más, escondiéndose en alguna parte de mi cuerpo. Fue entonces cuando empecé a pasar desapercibida, a encerrarme en mí misma y a sonreír solo cuando era necesario. Lo único que no ha cambiado son mis ganas de bailar, de sentir la música desde que entra por mis oídos hasta que sale por la punta de mis pies. Es ahí cuando dejo de pasar desapercibida, porque con cada movimiento de mi cuerpo revivo esas cualidades escondidas y encerradas bajo llave; noto cómo desprendo despreocupación y a la vez intensidad, seguridad y pasión; dejo ver ese amor que aún no he regalado a nadie, pero que lo llevo guardado en un rinconcito de mi ser y entonces sale la alegría que un día sentí. Sé que transmito todos esos sentimientos que llevo dentro, porque de lo contrario dejaría de hacerlo.
Cuando entré en la universidad ya era solitaria y aburrida. Mis días eran mecánicos y rutinarios (levantarme, vestirme, asistir a clase, comer, practicar danza, comer y dormir). Solo os digo por pura experiencia que un día lo tienes todo, eres la persona más feliz del planeta, tienes amigos y tienes ganas de comerte el mundo; y al otro día pierdes una parte de ti, y es cuando tú también quieres dejar de existir porque te das cuenta de que así ni puedes ni quieres vivir. Te falta el aire, te ahogas con tu propia saliva, no se te va ese dolor tan intenso que sientes en tu corazón y no dejas de preguntarte: ¿Por qué diablos sigues en este mundo si no quieres seguir viviendo? Así no.
A lo que me refiero con todo esto es que la vida te cambia de la noche a la mañana y los días nunca dejan de ser como una ruleta rusa, que jamás sabes cuándo te tocará perder a ti.
Ahí fue cuando me volví más adicta a los libros. Cada vez que dejaba de escribir o leer la mente volvía al mundo real y me recordaba que seguía sola y entonces volvía a llorar. En esos momentos ya ni sabía cuál era el motivo de mi llanto.

Había cosas que ya estaban superadas, como por ejemplo la muerte de mi hermana.
Más que superado me había conformado, por decirlo de alguna manera, porque no me quedaba otra, que no quiere decir que la hubiese olvidado, eso jamás, pero sí es verdad que el tiempo te da algo sin quererlo, y eso es acostumbrarte a vivir con lo que te deja.
Cada minuto del día me sentía más triste, sin ánimos ni siquiera para vestirme. Y ya ni os imagináis lo que me costaba ir a clase, cruzarme con gente o tener que hablar con alguien: eso me agotaba.
Una noche, cuando estaba en mi cama leyendo, se me vino a la cabeza una idea perversa. Por un momento dejé de leer y seguí pensando en esa sensación oscura. «¿Y si… me hacía daño a mí misma? A lo mejor mi cabeza me dejaría descansar de una vez por todas y así conseguiría dejar de sentirme culpable».
Cuando ese pensamiento cruzó por mi mente me dio mucho miedo, tanto que el corazón empezó a latirme con fuerza. ¿En qué demonios estaba pensando? Ahí fue cuando entendí que necesitaba ayuda y rápido, porque lo que tenía era evidentemente una depresión de caballo; no hay que ser muy listo para darse cuenta de que estás mal cuando empiezas a plantearte cuál es la mejor forma para quitarse la vida.

Gracias al cosmos, a los astros o a la coincidencia divina de esta vida, pusieron a Marta en mi camino en los peores años de mi existencia. Claro, que yo ya estaba en tratamiento psicológico y se podría decir que era un poco más humana y había vuelto a ser más sociable.

3. MARTA

En muy resumidas palabras Marta es una loca del moño con un corazón que no le cabe ni en el cuerpo. Es la persona más alegre y positiva del mundo entero. Siempre tiene ganas de reír, ve la vida de una manera muy peculiar y a todo le saca su propio argumento. Es feliz, y lo mejor de todo es que nos lo contagia. Se podría decir que es la luz que toda persona le gustaría tener para no perderse en su propio camino.
El primer día que vi a Marta fue en la facultad y me quedé embobada, yo y el resto de la clase de literatura inglesa (por su arte y gracia y esas piernas milimétricas dignas de envidiar), aunque llegó tarde y despavorida, con la cara más roja que un tomate y, ahora que la conozco, os puedo asegurar que no precisamente por vergüenza: esa palabra en el diccionario de Marta Guzmán no existe. Me llamó tanto la atención su melena pelirroja (natural), ondulada y larga, que no podía dejar de mirarla.
Pues resulta que se perdió buscando la clase, pero antes se metió en otra sin nada que ver con la nuestra y al darse cuenta salió como alma que lleva el diablo.

Cuando entró se sentó a mi lado; ya que era lo más cercano que pegaba a la puerta.
—Hoy no es mi día. —No dejaba de refunfuñar en voz baja y yo no pude evitar sonreírle.
Sin preguntarle nada me contó que se había perdido tres veces en lo que llevábamos de mañana y estábamos a primera hora. No hay más que decir…
Al terminar la clase, recogí mis apuntes, adornados por decenas de garabatos en los márgenes, y como de costumbre me fui directa a la cafetería. Al igual que todas las mañanas, me encontré en la esquina de siempre al mismo grupo de chicos y chicas de todos los días; parecía que vivieran allí mismo. No suelo fijarme mucho en la gente en general ni la gente suele fijarse en mí, pero había algo en ellos que me traían recuerdos del pasado.
Me dirigí a la mesa de la esquina que había libre y saqué mi libro para enfrascarme de nuevo en su historia, pero ese grupito de chavales llamaba demasiado mi atención para poder concentrarme, no sé si eran sus risas escandalosas o sus charlas animadas en las que todos participaban al mismo tiempo. De vez en cuando escuchaba la risotada de uno de ellos o de todos juntos, entonces no podía evitar levantar la vista de mi libro y sonreír sin darme cuenta. Reconozco que los envidiaba y a veces hasta me molestaban porque me hacían recordar que algún día yo tuve lo mismo que ellos.

Esa misma mañana, cuando alcé la vista allí estaba ella, en medio de todo el meollo de zagales, riéndose a carcajadas y todos siguiéndole el rollo. Nos cruzamos las miradas y me hizo un gesto con la mano para que me uniera a ellos. Hice como que no me di cuenta y seguí con mi lectura. Coincidimos en la siguiente clase y en todas las demás, porque resulta que Marta también estudiaba lo mismo que yo y por lo visto se había mudado aquel verano de Valencia a Madrid a casa de sus abuelos.
En la última clase del día Marta entró por la puerta (esta vez puntual), vi cómo me buscaba con la mirada hasta encontrarme. Sin más, se volvió a sentar a mi lado.
—Antes te has hecho la loca, ¿verdad? Yo es que lo suelo hacer a menudo. —Ese comentario me pilló por sorpresa y no pude evitar sonreírle.
—¡Me has pillado! Soy de las que les encanta pasar desapercibida, lo siento. —No me anduve con rodeos.
—Pues señora desapercibida, encantada de conocerla. Me llamo Marta. —Me extendió su mano mientras me guiñaba un ojo.
—Igualmente. Yo, Alex. —Imité su gesto. Y ese gesto, al igual que ese día fue como un antes y un después en el resto de mi vida.

4. EL GRUPO

—¡Chicos! A veeeer. Un poquito de atención, por favooor. —Marta gritaba mientras daba fuertes palmadas para llamar la atención de todos—. Que os quiero presentar a Alex. Alex, estos son Eric, Carlos, Albert, Sara y Tina.
Todos asintieron con la cabeza, devolviendo el saludo.
—Esta tarde he invitado a Alex al ensayo. Me ha contado que es danzarina, es decir, lleva no sé cuántos años en la danza, y me huele a mí que a esta le corre el ritmo por las venas. No tiene pinta de estirada. —La última frase la dijo en voz baja, pero eso no evitó que me enterara. Carraspeé mientras la miraba con una ceja levantada, haciéndome notar. Aunque lo cierto es que no me molestó, al contrario: me encantó su naturalidad.
—Nos vendrá de lujo para que nos eche un cable con el bloqueo de la coreo de esta semana —añadió Sara con una sonrisa.
Y fue entonces cuando todos comenzaron a preguntarme a la vez cosas sobre la danza, sobre el tiempo que llevaba bailando y si eso de llevar mallas es incómodo o no. Y aunque lo que menos esperaba en esos momentos de mi vida era conocer a gente nueva, todos me lo pusieron muy fácil. Sin darme cuenta, ya estaba integrada en las conversaciones de ese día, y en las del siguiente y en las de todos los demás días. Porque ese rinconcito tan ruidoso y que tanto envidiaba desde hacía semanas también empezó a ser algo mío.
Una tarde quedé con Marta en el barrio de La Latina, en un local vacío de los padres de Eric; bueno, por fuera era un local comercial, pero por dentro parecía un mini gimnasio bien equipado y con espejos en todas las paredes. En una esquina estaban las pesas de diferentes tamaños, colchonetas apiladas y una especie de espalderas de madera atornilladas a la pared. Unos enormes ventanales tapados con papel blanco daban luminosidad a toda la sala. Un local pequeño, pero con el espacio suficiente para moverse. Ese lugar tenía un ambiente que me gustaba. Desde que entré por la puerta sentí que empezaba a formar parte del grupo, era una sensación familiar, como si en algún momento de mi vida ya hubiera sentido esas emociones. Y de pronto me vino a la cabeza una imagen de mi preciosa Alba sonriendo. Sí, ella me hacía sentir así… «arropada».
Los chicos me saludaron nada más verme entrar con Marta, y para el que no se percató de nuestra llegada ya se encargó ella de llamar su atención. En la sala de los espejos se encontraban Eric, Albert y Carlos; aún faltaban las chicas por llegar. Estos se acercaron hasta nosotras y en ese preciso instante alguien de ojos muy azules llamó mi atención. Cuando crucé la mirada con la de Eric una especie de corriente eléctrica subió por mi columna vertebral. La primera vez que un acto tan insignificante había provocado tanto en mi cuerpo. En aquellos momentos su mirada era intensa y profunda, como si tratara de leerme el pensamiento o más bien ver más allá de mi camiseta blanca y mis vaqueros ajustados. Notaba cómo su mirada fija se clavaba en mí mientras yo terminaba de saludar a los demás y, al girarme de nuevo, volví a cruzarme con sus ojos recorriéndome de arriba abajo. Aunque yo no es que me quedara atrás; no pude evitar hacerle un escáner completo. Su cuerpo era como si te susurrara «mírame y no me toques, porque si lo haces te derrites, nena». Eso sí, los tres tenían un cuerpazo de escándalo y sus caras, por generalizar un poco, parecían de modelos sacados de una conocida revista de moda. Ese estilo desaliñado (pelo incluido) creo que es lo que les hacía más irresistibles.
Todos se repartieron por la sala para seguir trabajando sus cuerpos, menos Eric que se quedó justamente enfrente de mí.
—Entonces… ¿me vas a enseñar lo que sabes hacer? —me soltó con un tono pícaro. En ese instante el vello de todo mi cuerpo se erizó, tuve que toser con disimulo para volver a tener el control de mi pensamiento.
—Pues… no creo que mi estilo sea el vuestro, aunque dicen que de las mezclas sale lo sorprendente, ¿no? —Le dediqué un guiño y enseguida me marché en busca de Marta, dejándolo allí plantado en mitad de la sala.
Ese día descubrí que Eric me excitaba con solo mirarme. Y lo que no pude sacarme de la mente desde ese momento era lo que su mirada le provocaba a mi cuerpo. Sus ojos de un azul intenso iban a juego con una preciosa sonrisa, de dientes perfectos y labios exóticos. Que alguien me atrajera de aquella manera era totalmente nuevo para mí.
Era evidente que nos gustamos nada más vernos, pero ahora que los meses han pasado de aquel primer encuentro, sé de sobra que es un pícaro de mucho cuidado, en varias ocasiones he tenido la oportunidad de darme cuenta de que le encantan las mujeres más que a un niño una piruleta. Es una pena que él sea así, porque de lo contrario hubiésemos tenido algo muy especial.
Marta me cogió de la mano para que la siguiera. Quería enseñarme el resto del local antes de que llegaran todos.
—Esta es la sala donde nos pasamos las horas muertas moviendo el culo, esta puerta da a un baño y esta de aquí a un almacén. La segunda es una oficina, pero la utilizamos de trastero para meter todos los chismes que no necesitamos. —Y mientras ella hablaba y me explicaba yo asentía con disimulo sin poder quitarle el ojo a Eric.
—Este sitio es genial, no parece que aquí haya habido una tienda —le respondí, mirándolo todo con atención mientras ella me sonreía con satisfacción.
Cuando llegaron las chicas se hicieron notar desde que entraron por la puerta; venían pegando unas carcajadas que se escuchaban desde lo más lejos de la calle. Marta corrió hacia ellas y luego las tres se abrazaron.
—¡Petardas! ¡Siempre llegáis tarde! —Se dieron un piquito las tres a la vez y luego se troncharon de la risa.
Allí dentro se respiraba un ambiente tan divertido y tan sano que parecía sacado de una serie de adolescentes. Sara y Tina se acercaron animadas hasta mí para saludarme con esa alegría despreocupada que yo envidiaba. Las dos parecían modelos de pasarela Cibeles, tenían su estilo tan propio que era imposible de copiar y aunque el mejor actor quisiera imitarlas, no podría. Sara era un poco más morena y más bajita, con el pelo corto, como el de un chico. Ese corte hacía que resaltasen aún más los rasgos de su cara y de su piel morena. Unos tatuajes originales le recorrían gran parte del brazo derecho, donde se perdían hasta por debajo de la camiseta. Y Tina ídem de lo mismo: tatuajes indescifrables recorriendo sus brazos y cuello; su pelo estaba peinado a lo afro, de color miel con mechas más claras en las puntas y ojos verdes rasgados.
—Bueno… —Marta empezó a frotarse las palmas de sus manos, llamando nuestra atención, y a los pocos segundos todos nos juntamos en el centro de la sala.
—¡Ya estamos todos, por fin! Alex —se dirigió a mí directamente—. Te resumo por encima… Tenemos un problema grandísimo, que digo grandísimo… ¡Enorme!
Me decía aquello poniendo los brazos exageradamente abiertos, para que me imaginara el tamaño de su problema, mientras yo intentaba poner todos mis sentidos en lo que decía para no perderme.
—No sé si has oído hablar del festival internacional que se celebra en Brasil entre el trece y el dieciocho de junio, en Río de Janeiro. Acoge la séptima edición de Rio H2K. Por lo que a finales de abril se celebran las primeras competiciones, las cuales tenemos que ir pasando para poder llegar al campeonato final… Y queremos hacer algo grande, algo diferente, algo que sorprenda, pero, sobre todo, algo intenso. Un baile que guste tanto que ponga de punta hasta los pelos del culo. —Todos reímos por sus comparaciones absurdas.
Marta siguió contándome que eran muy buenos, que empezaron compitiendo en las calles y poco más, pero que desde hacía unos meses solían ir al Rinch todos los fines de semana, una discoteca muy conocida en el barrio más cotizado de Madrid, donde está todo el glamur concentrado de la capital.
—Pero ir allí vale una pasta y sobre todo cuesta trabajo entrar —le afirmé.
—¿No me digas? Princesa, que tenemos pase VIP y no precisamente por nuestra pasta. Desde que nos dimos a conocer el Rinch es nuestra segunda casa, nos contrataron para animar a la gente a competir bailando. —La miraba extrañada, como si me estuviera hablando en un idioma desconocido y ella continuó—: El Rinch, aparte de ser la discoteca más glamurosa de todo Madrid, como ya sabrás, es muy conocida por sus batallas de baile, más exactamente de danza urbana. Baile callejero, nena. Mezclan el glamur con lo salvaje.
Me aclaró al ver la cara que se me quedaba de paleta al no entender bien de qué iba todo aquello.

5. TRES, DOS, UNO… ¡A BAILAR!

Marta le dio al play… Y en tres, dos, uno empezó a sonar un remix de música. Primero muy suave, y con ella iban siguiendo los movimientos de cada uno, todos al mismo ritmo: misma conexión y misma intensidad. Los chicos estaban colocados en la parte de atrás; Tina, Marta y Sara en la parte delantera. Todos en forma de zigzag iban alternando los pasos; la música se aceleraba poco a poco y con ello sus movimientos, cada vez más agitados. Ellas tres se movían todavía más conectadas, como si se tratase de una única persona con un mismo objetivo, y los chicos desde atrás seguían sus pasos y de vez en cuando alternaban alguna que otra voltereta en el aire. Ninguno perdía el ritmo; todos al mismo compás. Mi cara era todo un poema, a la que le seguía una sonrisa de oreja a oreja, la cual no me dejaba parpadear. Me encantaba lo que estaba viendo, tanto que apoyé mi espalda en la pared y me dejé caer hacia el suelo por pura inercia. Me quedé sentada, con la mirada clavada en aquellos seis cuerpos que no dejaban de bailar. Hasta que no acabaron la maravillosa coreografía no pude cerrar la boca de la impresión.
—¡Venga, pequeña! ¡Ahora te toca a ti! —Marta lo debió de leer en mi rostro porque vino directa hasta mí. Aún con la respiración agitada por el esfuerzo y con el pelo alborotado, me cogió de las manos y sin dejarme responder, tiró de mí hasta levantarme de un salto—. Te enseño los pasos rápido y después los entrelazamos todos con la música.
—¿Qué dices? —reaccioné a tiempo—. Yo eso no…, no voy a saber hacerlo. —Le respondí con titubeo, negando también con mi cabeza, aún aturdida por la emoción y la sorpresa.
—¡Ya verás! Es muy fácil, solo escucha la música y déjate llevar. —Tina, desde atrás, me animaba.
—En serio, lo que yo hago es muy diferente a lo que acabo de ver. Me tengo que ir a clase, ¡mañana nos vemos!
Y salí corriendo.
—Pero… ¡Alex!
Escuché mi nombre a lo lejos. No me volví y seguí corriendo sin parar hasta llegar a la escuela.

***

En nada se parecía lo que acaba de ver con lo yo hacía día tras día en la escuela de danza. Ellos cuando bailaban eran auténticos: se les notaba que disfrutaban con cada movimiento que les permitían sus articulaciones; trasmitían tanta fuerza, tanta pasión y tanta seguridad en sí mismos, que realmente asustaban. Cuando yo bailo mi cabeza es la que manda en mi cuerpo (espalda recta, brazos estirados, barbilla cerca del esternón, sissone, cabeza erguida, demi-plié…); ellos, en cambio, bailaban con el alma, con el corazón, con los sentimientos. Y Marta diciendo… ¿que solo me deje llevar? ¡Ja! Me he tirado parte de mi vida acatando órdenes y rectificando cada una de mis posiciones como para ahora dejarme llevar sin más, como si eso fuera tan fácil.
Y no es que esté diciendo que no me gusta lo que hago, para nada: la danza me encanta y es mi vida, pero es algo tan diferente que no se puede comparar. Son como dos polos opuestos, como la noche y el día, como la muerte y la vida, como el amor y el odio, pero al fin y al cabo dos polos que se atraen. La danza es sofisticación y el street dance es la locura total. Cuando bailo también siento, pero mi cabeza me impide dejarme llevar, mi mente solo trata de corregir movimientos erróneos. Y lo que acababan de ver mis ojos y de sentir mi corazón no lo había vivido jamás de esa forma. Solo la vez que mi madre me llevó a ver mi primera obra sentí algo parecido en el estómago y, desde entonces, supe que quise bailar y volar como aquellas bailarinas que parecían pura seda.
Esa tarde cuando los vi a todos bailar empecé a notar una especie de cosquilleo dentro de mí, una especie de sentimiento que se agarraba con fuerza a las paredes de mi estómago, como una corriente de calor que recorrió toda mi espalda, como una mezcla de todos los sentidos juntos.
Y en especial cuando vi a Eric bailar, tuve que tragar con dificultad para no atragantarme con mi propia saliva. Si con solo su mirada mi cuerpo se encendía como una bombilla, imaginad lo que podía hacer con sus movimientos.
En aquellos momentos no llegué a entender qué fue lo que me hizo salir de allí corriendo; ahora he podido comprender lo que me pasaba. Y es que… yo era nueva en sentir ese tipo de emociones, llevaba tiempo sin experimentar esa clase de sensaciones. Y lo que empecé a notar en mi cuerpo, no me era familiar. Me asusté y corrí como una tonta hasta que llegué a comprender que eso era agradable y que quería un poco más.
Y… ¿por qué no dejarme llevar?

https://tienda.sandraruiz.blog/producto/creciendo-con-alex/