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Un juego de dos

                 PRÓLOGO

Unos ojos oscuros, un pelo muy rizado y negro, dos hoyuelos en una cara angelical. Un niño de unos doce años está jugando bajo la sombra de un árbol que hace unos minutos se ha convertido en su favorito. Para el parecer de ella, un intruso que ha invadido su espacio, su casa y sus juguetes.

—Es mi balón, ¡no lo toques! —gritó la pequeña de ojos verdes y pelo castaño, apretando los puños con fuerza hacía abajo. Pero esa mirada con pestañas excesivamente largas la observaba con tanta intensidad que hizo que se tragarse por un momento su propia ira. Sus miradas se cruzaron por primera vez. Mientras la de ella desprendía fuego por la rabia que guardaba desde hacía tiempo, la de él emitía una especie de calma que te invitaba a probar lo diferente.

No hizo falta mucho más para que ambos se dieran cuenta de que aquel encuentro significaría otro cambio más en sus cortas vidas.

—Mi madre me ha dicho que puedo jugar aquí contigo. —Aquella personita, que desde ese momento se había convertido en su peor enemigo, pasaría semanas acusándolo de ser un odioso entrometido porque creería que le robaría todo lo que era suyo, incluso la atención de su padre.

Pero ese día el pequeño se había acercado hasta ella con una sonrisa torcida, le había cogido una de sus trenzas, que caían por sus delgados hombros, y había jugado durante unos segundos con ella entre los dedos. Sus ojos, de un tono diferente a los de él, lo miraban con atención.

—Pues tu madre no manda en esta casa, ella no es la dueña. —Las palabras demasiado afiladas para salir de la boca de una niña de diez años habían conseguido borrar la bonita sonrisa del dulce niño.

Y ahí, en mitad del patio trasero de la casa, lleno de césped y enormes plantas, junto a un árbol que muy pronto sería testigo de muchos secretos, había un niño cariñoso, atento y responsable, frente a una niñita enfada con el mundo, que le igualaba la estatura aunque tuviera algunos años menos.

—Me llamo Saúl. —El pequeño extendió su mano de piel morena, la cual ella no dejaba de mirar con cierta desconfianza. Volvió a mirarlo a los ojos, y unas cosquillas muy agradables, a las que no hizo caso, se posaron en su estómago.

—Lo sé. —La niña se lo pensó durante unos segundos antes de aceptarla. No sabía si salir corriendo hacia su habitación, como reaccionaba desde hacía tiempo, huía de todo lo desconocido, o si darle una oportunidad a él y también a ella misma.

Su mano siguió extendida durante unos minutos más junto con una amable mirada, a la espera de ser aceptada.

—Yo soy Candela —dijo, al fin, apretando con demasiada firmeza su mano.

—Lo sé —repitió sus mismas palabras, y su guiño le sacó la primera sonrisa de otras muchas que llegarían más tarde.

En la actualidad…

1.       CANDELA

Le acabo de colgar el teléfono a mi padre y ya me estoy arrepintiendo de haberlo hecho. Es la única persona en esta vida capaz de ponerme de los nervios, sobre todo cuando va en ese plan de empresario cabezota y el razonamiento deja de existir en su diccionario. Le trato de explicar que lo que él y los de la junta directiva quieren es casi imposible, por no decir imposible del todo, y él me suelta que imposible en esta vida no hay nada y se queda tan a gusto, sin dejar que me explique, ya que todo lo que no tenga que ver con una solución inmediata le da exactamente igual.

Quiero a mi padre más que a nada en el mundo, sin embargo, cuando me hace sentir como si fuera una inútil que no sirve para nada, me dan ganas de dimitir y mandar todo bien lejos. Tampoco es que quiera que me vea como a su hija mientras estamos trabajando, pero sí necesito que me dé mi papel, el que me corresponde, porque me lo he ganado sacrificando gran parte de mi tiempo trabajando en su empresa y en sus proyectos.

Cada vez que discutimos es inevitable no preguntarme para qué tanto esfuerzo por ser la mejor, aunque… ¿la mejor en qué? ¿Es a esto a lo que realmente me quiero dedicar el resto de mi vida? Y entonces es cuando viene ese amasijo de pensamientos indescifrables, esa necesidad de cambiar de aires, de lugar, de vida. Pero después vuelvo al mundo real y continúo por donde lo había dejado, luchando para que se me valore, empezando por mi padre, pasando por la Junta y terminando por el becario, que el otro día me mandó a por café, lo que me faltaba para rematar la semana, que la última persona que pisa esta empresa encuentre su lugar antes que yo.

En cambio, luego está la parte en la que pienso en él como mi padre y no como el director de la empresa. Y entonces me doy cuenta de que es la única familia de sangre que me queda en esta vida, ya que mi madre hace años se fue inevitablemente para no volver. No porque ella así lo decidiera, sino porque una miserable y arrebatadora enfermedad acabó con su preciosa y perfecta vida y también con la nuestra. Y ahora solo quedamos él y yo contra el mundo.

—Buenos días. —Entro en la sala de juntas con paso firme y con el único sonido que dejan mis tacones al pasar.

 La falda negra entubada hasta las rodillas me hace parecer más formal, acompañada de una camisa de seda roja, con los dos botones de arriba desabrochados, a juego con el color de mis tacones, mis labios y un lazo que sujeta mi pelo ondulado en una cola alta.

Los grandes ventanales iluminan toda la sala con la luz natural de un bonito día, regalándonos unas maravillosas vistas del centro de Madrid. Las pocas personas que hay dentro de la sala me saludan con una sonrisa, menos Saúl, que me ignora sentado en un extremo de la imponente mesa de cristal, única pieza de mobiliario de la habitación junto a las doce sillas que la rodean, un enorme televisor colgado en la pared, situado a mi espalda, que utilizamos cuando hacemos videoconferencias, y mi parte favorita de esta sala rectangular: la pared del exterior recubierta solo de cristal. Es aquí donde paso los peores momentos de mi día, el lugar en el que debo ponerme la coraza de mujer fuerte, empoderada e invencible, donde tengo que disimular los nervios que me provoca hablar delante de once personas, todas de mediana edad menos Saúl, que tiene dos años más que yo. De cada reunión que aquí se celebra puedes salir ilesa o lesionada mentalmente. Eso es si todos van a una, si están en contra de tu opinión, es cuando puedes salir peor parada.

Saúl se ha convertido en la mano derecha de mi padre desde hace años, se podría decir que a ojos de todo el mundo es como mi hermano. Evidentemente para mí no, porque sería como si cometiera el mayor incesto mental y físico que nadie en esta vida ha cometido jamás. Nuestra historia es muy larga de contar y para los oídos de cualquier persona puede parecer raro, obsceno, lujurioso o asqueroso, según lo miren. Pero él no ha elegido esto, ni yo tampoco. Tan solo pienso que nuestras energías se encontraron en un momento determinado de nuestra vida y pasó porque tenía que pasar, conectaron y nosotros nos dejamos llevar. Luego está la manera de gestionarlo o de llevarlo a cabo, que, para mi parecer, ha sido lo más complicado.

A día de hoy, a mis veintisiete años, aún sigo esperando que alguien me muestre el camino adecuado, porque aún me siento perdida en todos los sentidos. De lo único que estoy segura es de que Saúl y yo estamos destinados a estar juntos, ¿cuándo?, no lo sé. Pero para mí es como la fuente de energía que necesito para seguir conectada a este mundo. La vida me lo ha ido demostrado cada día, aunque no es tan fácil como pensamos. No me preguntes a qué espero, porque esa respuesta sí la sé, y es que sigue habiendo algo más importante que mis necesidades ahora mismo, y se llama Andrés, mi padre.

—Candela. —Mi nombre retumba dentro de la sala sacándome de mis pensamientos—. ¿Puedes acompañarme fuera un segundo, por favor? —La petición de Saúl me sorprende y hace que frunza el ceño. Su pelo negro, ya sin rizos porque ahora lleva un pelado a la moda, su mentón cuadrado con una barba de unos días, pero bien cuidada, y esa mirada de largas pestañas no pasa desapercibida ante los ojos de cualquier persona.

—Quedan cinco minutos para empezar la reunión —me excuso con expresión seria y con la única intención de no quedarme a solas con él.

—Pues solo te robaré un minuto, te sobraran otros cuatro antes de que empecemos. —Y su tono firme y a la vez áspero me pone la piel de gallina porque adivino de lo que quiere hablar. Así que no me queda otra que asentir y salir fuera para terminar con esto cuanto antes, ya que necesito estar concentrada para la reunión.

Me dirijo a mi despacho, no quiero que nadie oiga lo que me tiene que decir, y menos que empiecen a haber rumores sobre nosotros en la empresa, pero una mano me atrapa con firmeza por el brazo y me impide continuar mi camino.

—Por favor, espera. —El tono de su voz ha cambiado, ha dejado de ser abrupto para convertirse en una dulce súplica.

—Saúl, aquí no —le impongo mientras miro hacia ambos lados, asegurándome de que nadie repara en nuestra presencia.

—Solo quiero saber por qué anoche no te presentaste a nuestra quedada. —Sus ojos marrones oscuros me miran con tanta intensidad que me dejan sin aliento—. ¿Por qué no avisaste de que no venías? Por lo menos haberte dignado a cogerme el teléfono, te estuve esperando despierto toda la noche en mi piso. —Su tono de voz me demuestra lo enfadado que está conmigo. Un sentimiento de culpabilidad aparece en el centro de mi pecho.

—Por favor, solo te pido que dejemos esta conversación para otro momento y para otro lugar —le exijo bajando lo máximo posible mi voz, pero como si lo que le dijera no fuera con él, se acerca hasta quedar a tan solo unos centímetros de mi cuerpo, y entonces el olor de su perfume me acaricia las fosas nasales y hace que se nuble esa parte racional que todos los seres humanos tenemos. Trago con dificultad, disimulando ese aturdimiento que solo él provoca en mí.

—Mi padre llegará en cualquier momento —le recuerdo. Esa frase le hace reaccionar y dar un paso hacia atrás. Ahora es él quien mira hacia ambos lados para cerciorarse que no hemos captado la atención de ningún trabajador.

En ese momento me escabullo y vuelvo dentro de la sala, donde ya estamos todos menos mi padre. Aprovecho para beber agua y centrarme en lo que tengo que decir, dejando atrás ese sentimiento que afloja mis piernas hasta tal punto de parecer que en vez de andar estuviera flotando en lo alto de una nube, pero con miedo de caer y hacerme daño. Concentro todas mis fuerzas en recuperar de nuevo el control de mi cuerpo y de mi mente y me olvido por un momento de los motivos de haber faltado a nuestro encuentro.

2.       CANDELA

Esta reunión es más rápida que de costumbre, dado que la he convocado yo y no me ando por las ramas. Voy directamente a lo importante, sin pensar en lo que puedan opinar después, porque si lo pienso, entonces no me saldrían ni las palabras de la boca. Las palmas de las manos llevan un rato sudándome, suerte que solo son las manos y nadie puede notarlo. Gracias al color de la tela negra de mi falda puedo limpiarme de vez en cuando con disimulo, evitando así que se marquen en la prenda las manchas de sudor.

Mi padre está sentado justo frente a mí, presidiendo la mesa. No puedo evitar fijarme en su expresión cansada, sigue siendo atractivo para su edad, a pesar de que las canas no pasan desapercibidas, pero le quedan tan bien que no están de más. He heredado sus ojos verdes y su estatura, aunque él sigue siendo más alto que yo. No tiene ni tiempo para mirarse al espejo, sin embargo, dedica la primera hora de la madrugada para salir a correr y seguir cuidando su aspecto, lo que supongo que también le sirve para despejarse y coger fuerzas para todo lo que viene después. Cuando ha entrado por la puerta, el murmullo de la sala se ha extinguido y todos han tomado sus asientos alrededor de la imponente mesa de más de tres metros de largo. A su mano izquierda se encuentra Saúl, que me mira tan atento que no ayuda a que pueda concentrarme. Cuando veo que ya todos están sentados y me prestan la atención que requiero, aunque sea solo por la llegada de mi padre, entonces es cuando me pongo la coraza de mujer segura y hablo.

—Nos han denegado todas las licencias solicitadas, me dicen en el Ayuntamiento que ese terreno no es edificable para edificios altos. Conocen a la perfección nuestra cadena hotelera, cómo trabajamos y qué es lo que estamos buscando. Por supuesto, he estudiado todas las formas posibles con el arquitecto para poder presentar un nuevo proyecto, pero, según el informe del perito, ese terreno es intocable para construir el hotel que ya habíamos aprobado en junta. —Los allí presentes escuchan con atención. El silencio persiste en la habitación a la espera de que sea el presidente el que tome la primera palabra. Mi padre suspira, descruza los dedos que tiene apoyados encima de la mesa y ojea los informes que he repartido antes de dar comienzo la reunión.

—En el dosier que os he dejado a cada uno encima de la mesa podéis ver el proyecto presentado, la comunicación denegada del Ayuntamiento, sus motivos y el informe de nuestro arquitecto con la modificación ajustada de lo único que se puede hacer en ese terreno. Cosa que no es lo que andamos buscando. —Ni siquiera cojo aire para seguir explicándome ya que necesito terminar cuanto antes.

—No perdamos más tiempo con eso y pasemos a lo que sí podemos hacer.  —Mi padre se dirige directamente a Ramón, el secretario de la Junta, dejándome allí de lado.

Y entonces vuelvo a sentirme como si no pintara nada en todo esto, como si mi tiempo no valiera la pena, parece que mis horas invertidas en ese trabajo no sirvieran para nada. Me siento en mi sitio disimulando el enfado que siento y a la vez el alivio de haber terminado de exponer todo lo que me correspondía. Saúl estudia mi expresión de una manera seria pero atenta. Esta vez no le mantengo la mirada como las otras veces en las que jugamos a un juego que solo entendemos él y yo. Mi mente está distraída y dejo de escuchar, solo oigo la conversación de fondo, sin pararme a pensar en las palabras que Ramón recita, porque la verdad es que no me interesa. Mi mente y mi energía fluyen, evadiéndose del ahora y viajando a un tiempo ya pasado.

 Pienso en lo que me hizo sentir el recuerdo de hace unos días, cuando fui a casa de mi padre, la casa que durante años fue mi hogar y también el de Saúl. Ese día parecía como si alguien me hubiera dicho que debía bajar al desván, no sabía a qué, pero como mi padre no estaba en casa aproveché para resguardarme entre los recuerdos de mi infancia, y entonces los vi. Eran sus pinceles y unos cuantos lienzos en blanco que ni siquiera le había dado tiempo a empezar.

Se me encogió el corazón al ver que mi padre seguía guardando lo que más identificaba a mi madre, esas emociones que cada día nos demostraba con cada lienzo pintado de paisajes de alegres colores, porque ese era su sello más característico, los preciosos paisajes que su imaginación le mostraba o los que ya había visitado. Sabía que mi padre aún no la había olvidado y eso me reconfortaba.

También vi el cuadro del paisaje que se veía a través de la ventana del salón de nuestra casa de verano y en la que nos instalamos los últimos años por la enfermedad de mi madre. Una casa preciosa de una sola planta, con los techos de madera y un gran ventanal, que nos mostraba a cada momento del día las preciosas vistas del mar y los colores de los atardeceres que nos acariciaban la piel cada tarde.

Se me viene a la mente la figura de mi atractiva madre, sentada en la silla del porche con los pies enterrados en la arena, disfrutando de ese tacto cálido y suave y de la brisa que en ocasiones le ponía los pelos de punta. Entonces mi padre o yo entrábamos en casa y le echábamos la manta por encima para que pudiera disfrutar del último color del cielo. Otras veces mi padre le preparaba el caballete con un lienzo en blanco y con el sonido de las olas de fondo se sumergía en su propio paisaje.

Se me hace un nudo en la garganta, tengo que detenerme unos segundos y dejar de pensar para que no se me escape una lágrima en mitad de la sala. Ese cuadro, el que vi en el desván de la casa de mi padre, despertó la curiosidad que había dejado aparcada durante años. El último cuadro pintado por mi madre, con un mar predominante y envolvente, me hizo agarrar mi propio dolor y mirarlo a la cara, fue muy duro ver como ese objeto todavía la mantenía con vida. Pero un sentimiento de tristeza y culpabilidad me hizo volver a este presente, culpabilidad por haber estado pintando a escondidas de mi padre desde que me enfrenté de nuevo con mi pasado.

—De eso te encargas tú, Candela.

Reacciono al escuchar mi nombre y asiento automáticamente como un robot, sin ni siquiera saber a lo que he accedido. Vuelvo al presente disimulando un amargo sabor de boca por esto último.

—Estupendo. Pues manos a la obra y damos por finalizada la reunión. —Mi padre es el último que toma la palabra.

Sin prestarles mayor atención a las personas que revolotean por la habitación me dirijo directamente a mi despacho para escapar de ese ambiente de testosterona que cada vez me chirria más, me apetece estar sola y no escuchar a nadie en este momento.

—Saúl, ayuda a Candela a organizar el viaje para las próximas semanas a Cudillero, Asturias. — Y el nombre de ese pueblo me obliga a detener mis piernas y pararme en seco, haciendo que se me forme un nudo en el estómago y se me encoja el corazón.

Busco la mirada de mi padre para hacerle un millón de preguntas y me doy cuenta de que él busca la mía, como si así pudiéramos hablarnos y decirnos todo lo que pensamos. Sin embargo, me sorprende ver que su mirada es incapaz de mantenerse a la mía, y sé el motivo. Sé que debajo de esa fachada de empresario todopoderoso hay una parte que también siente lo mismo que yo: dolor. Ya que hace años que ninguno de los dos somos capaces de visitar ese pueblo al que ahora él me envía, debido a que ahí pasamos los mejores años de nuestra existencia, felicidad que desapareció cuando mi madre murió y los dos decidimos despedirnos de todo eso que nos producía un agrio e insoportable dolor.

3.       SAÚL

Estoy enfadado con ella, demasiado para querer disimularlo. Cuando la he visto entrar en la sala de reuniones, no he podido evitar seguirla con la mirada, es la única persona capaz de dejarme prendido hasta de su forma de caminar. La he notado nerviosa cuando ha cruzado la mirada conmigo, sé que es porque tiene que dirigir la reunión delante de la Junta y eso la agobia. He intentado que leyera a través de mi mirada que tenemos que hablar, pero me ha ignorado apartando sus preciosos ojos de los míos. Esos ojos, los cuales me encanta ver de cerca y descifrar lo que me quieren decir, porque cuando los miro son como otro universo cargado de diferentes vidas y emociones, o a lo mejor soy yo, que la veo tan inalcanzable que soy capaz de imaginar a través de ella otro mundo totalmente diferente al mío.

No puedo dejar de mirarla mientras reparte con desparpajo los dosieres alrededor de la mesa, me fijo en cada uno de sus movimientos distraídos que hacen que parezca aún más sexi. Cuando suelta el último dosier, aprovecho para pedirle que, por favor, me acompañe un segundo fuera porque tengo que hablar con ella.

El que me ponga como excusa que va a dar comienzo la reunión me cabrea todavía más. No puedo esperar porque estoy seguro de que después me pondrá de nuevo otra excusa y luego alguien nos interrumpirá y no puede pasar más tiempo sin que hablemos. Necesito saber por qué no se presentó a nuestra cita. Esa noche iba a ser más claro que nunca con ella, tenía pensado abrirme y sacar todo lo que me pasa cuando la tengo cerca. Quería decirle que así no podemos seguir, que debemos dar el paso e intentarlo. Necesitaba que me expresara todo lo que ella también viene arrastrando. Ya no somos dos niños ni unos adolescentes que no saben lo que quieren. Yo sé lo que quiero y ella también debe saberlo, por eso no entiendo a qué esperamos. Bueno sí, sé que es lo que nos detiene, aunque también le iba a decir que estoy dispuesto a hablar con su padre y a dejar de esconder nuestros sentimientos. Porque esto es real…

Un sentimiento de alivio se posa en mi estómago cuando accede a concederme un par de minutos. Al verla caminar delante de mí con su paso firme no puedo evitar cogerla del brazo y detenerla. Me tengo que controlar para no lanzarme y devorarle esos labios rojos que me invitan constantemente a que los pruebe. Me remojo los míos y suspiro, me muerdo el labio de abajo con fuerza para recordarme dónde estamos y lo que no debo hacer.

—Solo quiero saber por qué anoche no te presentaste a nuestra quedada. —Esta vez me mantiene la mirada y puedo apreciar ese color verde intenso que tanto la identifica. Me fijo en el pequeño lunar de su barbilla y en el color sonrojado de sus mejillas. Me muero de ganas de acariciárselas, pero sé que no es buena idea, así que no hago nada. Me concentro e intento no mirar demasiado sus labios, ya que hacen que me olvide hasta de mi nombre—. ¿Por qué no me avisaste de que no venías? O por lo menos haberme cogido el teléfono, te estuve esperando despierto toda la noche en mi piso. —Me siento enfadado, pero a la vez necesito saber si el problema era que se había arrepentido o que de verdad le había ocurrido algo.

—Por favor, solo te pido que dejemos esta conversación para otro momento y para otro lugar —me pide bajando el tono de su voz. Sin embargo, no hago caso de sus palabras y me aproximo un poco más a ella. Noto que le afecta mi acercamiento y eso en parte me tranquiliza, me hace ver que le sigo provocando cosas. Me cuesta trabajo estar tan cerca de ella y no poder tocarla. Veo que su pecho sube y baja a un ritmo más rápido de lo normal, al igual que yo intenta controlar su respiración.

—Saúl, mi padre llegará en cualquier momento. —Me hace recordar el lugar en el que estamos. Aunque sea lo último que me apetece, me aparto un poco de ella y guardo distancias. Sé de sobra que no es el momento ni el lugar, pero necesitaba este acercamiento para cerciorarme de que entre nosotros no ha cambiado nada. Y así es, me lo ha demostrado a través de su mirada, su cuerpo ha sido el que me ha respondido.

Una vez en la reunión, la escucho con atención y estudio cada uno de sus gestos, esta vez no necesito disimular, ya que es ella el centro de atención. Por lo que puedo fijarme con tranquilidad, sin que nadie note nada, en cada expresión o movimiento al hablar, aunque ya me los sepa de memoria. Me encanta cuando levanta la ceja cada vez que termina de explicar algo y espera unos segundos a que alguien le pregunte, la manera en la que intenta disimular su nerviosismo girando entre sus dedos el anillo que siempre lleva puesto en el dedo corazón, incluso me encanta esa manera que tiene de evadirse de mundo, cuando mira fijamente hacia la ventana y en ocasiones se le escapa una pequeña sonrisa. Estoy seguro de que es porque le ha venido un bonito recuerdo o está soñando despierta a la vez que disimula que está presente. Pero yo sé que está en su propio mundo, en el que se aísla detrás de un muro que hace que se aleje de todo aquello que la rodea.

Cuando hace años tomé la decisión de irme a Estados Unidos y aceptar la petición de Andrés, sabía que esto podría pasar. Aunque fuera un adolescente alocado y estuviera perdido, era consciente de que la distancia con Candela traería serias consecuencias. La primera de todas era que los dos terminaríamos creciendo por separado y eso la alejaría de mí, la segunda consecuencia al irme a estudiar fuera era que podría enamorarse de otra persona y olvidarse de nosotros y la tercera era mi temor de que por fin se diera cuenta de que yo no era bueno para ella, a pesar de que hubiera decidido cambiar.

Sé que ahora no puedo ponerle la vida patas arriba, pero también sé que no podemos seguir como si nada pasara entre nosotros. Es evidente que cuando estamos rodeados de gente lo disimulamos, aunque nuestras miradas cuando se cruzan nos delatan. También sé que, al igual que ella a mí, yo le sigo provocando cosas cuando estoy cerca. Por eso necesitamos quedar a solas y hablar de todo este tiempo que hemos pasado alejados el uno del otro, obligándonos a hacer como que nada pasaba entre nosotros, forzándonos a crear una vida que no queremos. Si estoy seguro de algo es de que hasta ahora los dos hemos vivido en nuestra propia mentira. Y ya estoy harto. Voy a dar el paso, pero para eso necesito saber de su propia voz que ella también lo quiere así, necesito asegurarme de que lo que pasa entre nosotros es real y dejar de una vez de arrastrar un pasado que desea ser presente.

Hace trece años que me marché a estudiar al extranjero porque fue ella la que me hizo darme cuenta de que necesitaba volver a ser buena persona, tenía que alejarme de ese mundo turbio en el que me había metido yo solo. Si de verdad la quería, me hacía falta un cambio en mi persona y en mi actitud, ya que ella se merecía al mejor para compartir su vida y no a un despojo humano, que era en lo que me había convertido a mis dieciséis años. Por lo que supe que antes de nada tenía que quererme yo para que ella me quisiera bien. Mientras pasaba el tiempo y los dos crecíamos por separado, me di cuenta de que debía dejar que ella hiciese su vida. Hubo unos años en los que intenté con todas mis fuerzas sentirla como a una hermana y casi creí conseguirlo, aunque esa fachada siempre se caía cuando volvía a casa por Navidad o en verano y la tenía de nuevo cerca, entonces todo lo que había conseguido cuando estaba fuera de casa se convertía en un simple mito. Pero aun así intentaba mantener las distancias con Candela, sabía que no era el momento ni el lugar y que lo nuestro siempre sería complicado debido a que por medio había una persona importante, la única que me quedaba como familia y que sabía más que de sobra que la perdería en el caso de que ella y yo no fuéramos solo hermanos.

Todo este tiempo que he estado de vuelta, viendo a Candela cada día, trabajando en la mayoría de las ocasiones codo con codo con ella, me he dado cuenta de que me he estado mintiendo a mí mismo durante todos esos años, haciéndome creer que hay otras personas en el mundo que pueden hacernos olvidar. Lo que realmente estamos haciendo es escondernos detrás de una fachada de falsas apariencias, que, a lo mejor, en alguna ocasión podemos llegar a querer a esa persona que hemos escogido creyendo que nos puede hacer olvidar, pero ten por seguro que nunca llegaremos a amarla.

4.       CANDELA

Me encierro en mi despacho e intento pensar con claridad, aunque me resulta difícil después de encontrarme con la sorpresa de que tengo que viajar al pueblo del que un día mi padre y yo huimos, como si ese lugar hubiera sido el culpable de la muerte de mi madre. La teoría la sé muy bien, pero la práctica es otra muy diferente, porque aún duele. La realidad es que tuvimos que echarle la culpa a algo para poder sobrevivir a esa tristeza e impotencia que nos abrasaba todo el cuerpo. El simple hecho de saber que ya no la volveríamos a ver más nos partía el alma en dos. Para mi padre fue el amor de su vida, su compañera y su mejor amiga, y para mí, la madre perfecta que se fue demasiado pronto y no pudo enseñarme todas esas cosas que requieren tiempo para hacerte fuerte.

Pasamos los mejores años de nuestra vida en Cudillero, cuando éramos una familia real, cuando compartíamos tiempo juntos. En ese entonces mi padre trabajaba desde casa, siempre tenía una excusa para hacer un plan nuevo con mi madre y conmigo.

Si cierro los ojos y me imagino de nuevo en ese lugar, aún la siento e incluso hasta puedo oír su dulce risa, porque siempre estaba riendo, mi padre no dejaba de hacer tonterías y de gastarnos bromas con tal de que nunca perdiéramos la sonrisa. En ese momento, lo que más le importaba era hacernos felices a «su cielo», así nos llamaba. Decía que yo era como la luna que iluminaba sus noches y mi madre, la estrella que siempre lo guiaba.

Esa felicidad plena solo duró ocho años de mi vida y sin esperarlo se esfumó de la noche a la mañana. A mi madre le diagnosticaron un cáncer terminal. Solo vivió un año desde que le dijeron la nueva realidad, y a raíz de su muerte todo cambió. Nos marchamos de ese pueblo, nos mudamos a Madrid, donde mi padre tenía el hotel central de su cadena hotelera, y estuvimos allí viviendo unas largas semanas. Luego íbamos y veníamos, viviendo así entre unos hoteles y otros, visitándolos y haciendo y deshaciendo maletas cada día. Mi padre se volcó en el trabajo más que nunca, aunque entendía que yo aún solo era una niña a la que no podía tener así por mucho más tiempo. En el hotel estaba segura, sin embargo, no era lugar para educar a una niña de tan solo ocho años de edad. Un día, sin esperarlo, me vendó lo ojos para darme una sorpresa y por un momento me hizo sentir como que nada había cambiado, como si la muerte de mi madre solo hubiera sido una amarga pesadilla. Me llevó en coche hasta un sitio que se convertiría en nuestro nuevo hogar: una preciosa casa en un barrio muy lujoso, donde las casas no parecían casas, sino castillos. Cuando me mostró nuestra nueva residencia salté de alegría, pero eso solo duró unos minutos, los suficientes para darme cuenta de que nada volvería a ser como antes, porque siempre faltaría ella, la persona más importante de mi vida.

5.       CANDELA

—¿Y ahora? ¿Tienes un momento? — Saúl aparece justo en el umbral de la puerta de mi despacho, no sé cuánto tiempo lleva ahí plantado, pero su presencia me saca de golpe de mis pensamientos.

Suspiro, asiento lentamente y más sería de lo normal lo hago pasar porque después de tener esos recuerdos siempre necesito unos minutos para recuperarme. Su caminar firme y elegante hace que me fije en él y en su físico. Saúl viste bien, sabe combinar los trajes con las corbatas. Es demasiado formal para mi gusto, pero no lo culpo, ya que es lo que tiene trabajar en la empresa de mi padre, que siempre tienes que venir vestido impecable y con ese toque elegante si no quieres que te llame la atención y te haga volver a casa para cambiarte de ropa. Y sí, lo digo porque a más de un trabajador se lo ha hecho, incluido a mí.

Saúl me mira fijamente mientras se va acercando hasta donde yo estoy sentada. He de reconocer que no a todo el mundo le queda igual de bien el traje, su estatura de metro ochenta y su cuerpo bien trabajado de gimnasio hacen que le quede como un guante. El que hace años fue mi mejor amigo se ha convertido en esa clase de hombre formal al que cuando sonríe le salen dos hoyuelos y te muestra su lado más canalla. Es lo que siempre me ha atraído, esa parte que esconde y que en muy pocas ocasiones saca a pasear, pero que cuando lo hace, el mundo arde y arrasa con la persona que tiene delante. Es guapo, para que evitar lo evidente, es muy guapo. Pelo moreno ondulado, ojos oscuros y pestañas largas y muy espesas, lo que le dota de una mirada intensa y profunda. Mentón cuadrado, barba cerrada y boquita pequeña, aunque… no voy a seguir por ahí porque me pierdo en él y no puedo permitírmelo.

Saúl ha llegado hasta mi escritorio, se ha tomado la libertad de apoyar su bonito trasero en él, frente a mí, y se ha cruzado de brazos con un aire serio, lo que hace que parezca más irresistible e inalcanzable. Por un momento dudo, no sé si me está provocando o es producto de mi imaginación enfermiza.

—Sigo esperando una respuesta. —Su tono serio y decidido me demuestra que no viene de modo juguetón como otras veces, por lo menos, de momento. Y se lo agradezco, porque me prometí a mí misma que ese sería el último beso que se nos escaparía, no podemos permitir ese tipo de comportamiento en la oficina ni en cualquier otro lugar.

—Ya sabes que no me gusta hablar de ese tema en el trabajo. —Me reclino en mi asiento y me pongo un poco más cómoda, cruzo las piernas sin evitar que la raja de mi falda entubada se abra sin querer. Me fijo en la manera en que su mirada recorre de arriba abajo mi cuerpo hasta posarse de nuevo en mis ojos, sin ningún tipo de disimulo, tan descarado como cuando era un adolescente engreído—. Podría entrar alguien y pillarnos… —le advierto.

—Que yo sepa, no estoy haciendo nada malo. ¿Y tú? —Me mira con una ceja arqueada y se muerde muy lentamente el labio de abajo. Y eso me confirma que viene con ganas de guerra y que no se va a marchar hasta conseguir su cometido.

—Yo estoy muy tranquila, de momento, y no quiero jugar con fuego… —le aviso de una manera seria pero cercana. Con él es complicado mantenerme en mis cabales, jamás he roto tantas promesas juntas en tan poco tiempo. Es muy complicado mantener la compostura cuando las ganas te queman por dentro.

—Con fuego llevas jugando desde hace semanas, nena, y creo que ya estás más que quemada. —Me deja ver sus hoyuelos junto a una pequeña sonrisa de medio lado y no puedo evitar devolvérsela. Esa manera de sonreír me atrapa desde que tenía diez años. Tiene razón, hace semanas que pequé y sé que nos la estamos jugando, pero a veces lo prohibido tiene eso que te impide resistirte. —¿Por qué no viniste anoche tal y como habíamos quedado? —me repite la pregunta de antes, pero ahora lo hace de un modo más cariñoso.

—Porque de pronto me acordé de tu novia y he decidido que no me apetece jugar más a este juego. —Como si hubiera recibido un golpe directo a la entrepierna junto a un cubo de agua fría echado por lo alto de la cabeza es la reacción que ha tenido Saúl ante mis palabras.

—Ya te expliqué que Cayetana y yo no somos nada. —Saúl se descruza de brazos y se mete las manos en los bolsillos de sus pantalones con aire despreocupado.

—Pues, para no ser nadie, bien que la trajiste la otra noche a la cena de los inversores. —Cambio de posición y vuelvo a cruzar la otra pierna, dejando ver de nuevo parte de mis muslos. Sí, reconozco que me encanta provocar a Saúl en estas situaciones en las que el control se le escapa de entre los dedos.

—Ya sabes las indicaciones de tu padre, debíamos dar un aire formal en la cena para ganarnos la confianza de los allí presentes. —Saúl me mira fijamente, sin poder remediar desviar su mirada de vez en cuando por mis piernas—. Además, tú también fuiste acompañada por el imbécil de Dani.

—Dani es mi amigo y no es un imbécil… —le contesto manteniéndole la mirada.

—Dani es un hombre y está deseando meterse en tus bragas.

—¿Y por eso es imbécil? Perdona que te diga, pero no todos los hombres son tan depravados como tú. Dani es diferente.

—Perdona que te diga, pero me di cuenta de cómo te miraba cada vez que te levantabas o te alejabas de su lado, cómo te acariciaba cuando te tenía cerca y cómo te susurraba idioteces al oído para hacerte reír. —Saúl se ha acercado hasta mi cara para recriminarme el comportamiento de mi amigo.

—Demasiada atención le prestaste esa noche a Dani. —Le mantengo la mirada—.  A ver si vas a ser tú el que está enamorado de él.

—De él no. Pero sí de ti.

El silencio invade mi despacho. Que Saúl me vuelva a declarar lo mismo que hace unos días me pilla por sorpresa, no le quiero creer, no cuando sé que hay más personas en su vida.

Suspiro para no perder el control de mi cuerpo por su acercamiento, sé que me he mantenido mucho tiempo callada. Saúl ha aprovechado mi silencio para acercarse más a mí. Se ha agachado a mi lado, ha posado sus dos manos en ambos brazos de mi sillón y se ha acercado tanto a mi cara que casi puedo saborear sus intenciones.

—Dejemos de poner excusas y hablemos claro de una vez. ¿Por qué no nos vemos esta noche en mi piso? —La insistencia de Saúl no me pone las cosas fáciles. ¡Claro que quiero pasar esta noche en su piso! ¿Pero luego qué? Y lo peor de todo es que lo sé, sé qué es lo que viene después, sé que lo vamos a pasar tan bien que no voy a querer que termine la noche, ya que por la mañana todo se desvanecerá cuando volvamos al trabajo, a la realidad, a hacer como que entre nosotros no pasa nada, porque para mi padre y para todos, somos hermanos.

—Porque no está bien lo que estamos haciendo, Saúl —le digo al fin.

—Somos adultos, Candela, no tiene nada de malo que dos personas se gusten. Sabes de sobra que tenemos que hablar, por eso quería que vinieras anoche a mi piso. Necesito que nos dejemos ya de juegos y pasemos a algo de verdad.

—Eres mi medio hermano, maldita sea. —Me pongo de pie de un solo movimiento y me alejo unos metros de él dándole la espalda y mirando por el gran ventanal con la vista fija en un punto sin importancia. Necesito mantener distancia para pensar con claridad.

—Pero no de sangre —aclara inmediatamente mientras noto que se acerca a mi espalda—. No estamos haciendo nada del otro mundo.

—Para mi padre es como si lo fuéramos, él te ha criado y te quiere como a un hijo. Ya sabes lo que cada día nos repite sin descanso.

—«La familia es lo primero en esta vida…» —Saúl repite con desgana sus palabras.

—Hemos crecido juntos. —Me giro para mirarlo de nuevo—. Te ha dado lo mismo que a mí y te ha tratado como si lo fueras desde el primer momento que entraste por la puerta de nuestra casa con tu madre, se ha hecho cargo de ti desde que ella…

Me muerdo la lengua para no continuar por ahí, aunque ya es tarde. La expresión de Saúl ha cambiado, ha dejado de mirarme y enseguida me arrepiento de haber sacado ese dichoso tema.

—No sigas por ahí, por favor. —El entrecejo fruncido me hace ver su confusión y el dolor que le ocasiona el recuerdo de una madre que se marchó de la manera más miserable que hay. Yo tampoco me puedo explicar cómo alguien es capaz de abandonar a su propio hijo, pero el mundo nos demuestra cada día que el ser humano deja de serlo cuando es cegado por la avaricia.

—Perdón, no era mi intención recordarte el pasado, pero necesito que entiendas que el camino por el que vamos no es el correcto. —Mis palabras lo atraen de nuevo hacía mí. Sus manos acarician mis brazos de un modo cariñoso.

—¿Y cuál es el correcto, Candela? Porque no puedo evitar sentir esto que siento por ti, ojalá todo fuera más fácil, ojalá te pudiera querer como a una hermana, pero esto no lo he elegido, ni tú tampoco. Yo no puedo verte como a una hermana y creo que ya te lo he demostrado, al igual que tú tampoco puedes verme como el hermano que no soy. Me marché para cambiar, para convertirme en el hombre que te mereces, sabiendo las consecuencias que eso acarrearía…

El corazón me late con fuerza, pero no me da lugar a contestarle porque Saúl se ha marchado de mi despacho antes de que pudiera decir nada.

Y así es, no puedo verlo como a un hermano, me atrae tanto como a Adán y a Eva la fruta prohibida. Aun así, sé que seguir por ese camino es complicarnos la vida y la existencia en esta empresa. Y no solo eso, también está la parte más importante: mi padre. Si se llegara a enterar, lo destrozaríamos por dentro. Para él somos sus dos hijos. La única familia que tiene y la cual ha sacado a delante él solo.

El sonido de mi móvil me trae de vuelta a la Tierra.

Dani:¿Te apetece tomar esta noche unos vinos?

No le contesto en el momento, aunque me apetece ver a mi amigo y emborracharme como si no hubiera un mañana, las palabras de Saúl aún están retumbando en mi mente. Quiero dejar de sentir toda esta culpabilidad de hacer continuamente lo incorrecto.

Y con respecto al tema de Dani, sé que Saúl tiene algo de razón, pero jamás se la daré. Hace años Dani y yo tuvimos momentos que traspasaron la línea de la amistad, en una fiesta universitaria terminamos la noche en el piso de las amigas de su hermana. Me lo estaba pasando tan bien que le supliqué que, por favor, se quedara un poco más conmigo, que aún no me quería ir, y ahí empezó todo. Lo que pasó en una de las habitaciones de ese piso me hizo tocar el cielo hasta tal extremo que pasé semanas sin poder mirarlo a la cara. Nos enrollamos con tres personas más, de las cuales no conocía ni sus nombres, pero una cosa nos llevó a la otra, y al final terminamos Dani y yo alejándonos del grupo de desconocidos para continuar nosotros solos devorando nuestros cuerpos hasta terminar follando como dos salvajes sin ningún miramiento. Fue una época de mi vida en la que me sentí muy sola. Emma, mi mejor amiga, no estaba; Saúl, con sus idas y venidas, me tenía desquiciada; y, aunque no era escusa, Dani y yo pasábamos mucho tiempo juntos. Esa vez estuve semanas sin poder cogerle ni el teléfono de la vergüenza que me daba recordar mi comportamiento. Al poco tiempo, Dani se presentó en mi casa y me pidió que lo olvidáramos, que prefería tenerme como amiga, que pasáramos página y que si yo estaba segura de que entre nosotros no pasaría nada más pues que él también se olvidaría de lo ocurrido. Así que continuamos como si nada, aunque al principio fue complicado, al final conseguimos hacer como si nada hubiera pasado entre nosotros. Recuerdo mis días en la universidad solitarios, la mayor parte del tiempo prefería estar sola que con gente a mi alrededor, no era de hacer muchas amigas, así que esa temporada en la que Emma no estaba, Dani y yo salíamos muy a menudo al cine, a cenar o de fiesta. Hubo un tiempo que hasta mi padre creyó que estábamos saliendo, porque en verano venía mucho por casa y pasábamos las horas juntos, en la piscina, haciendo postres con Estela, mi cuidadora, o en mi habitación viendo alguna película. Había una parte de Dani que me gustaba, que me hacía sentir tranquila, a gusto. Me conocía y era muy fácil reír con él. Sin embargo, también estaba la parte en la que los dos habíamos crecido, nuestros cuerpos habían cambiado por completo y todos los cambios de Dani habían sido para bien. El pelo color caramelo se le había puesto un poco más rubio, sus ojos, de un azul intenso e iguales que los de su hermana, no pasaban desapercibidos, se le marcaba el mentón y la escasa barba le hacía tener una cara aniñada pero irresistible. Me sacaba una cabeza, y, al jugar al fútbol en el equipo de la universidad, su cuerpo era atlético. Pero Saúl siempre estaba ahí sin estarlo, y siempre había sido Saúl. Aunque se marchara de nuevo y pasara meses sin venir a casa, en mi cabeza era como si estuviera grabado a fuego. Llegó un momento en que Dani y yo no sabíamos lo que teníamos, así que tuvimos que dejar las cosas claras entre nosotros. No éramos novios, simplemente nos gustaba pasar tiempo juntos. Él salía con otras chicas y yo… de vez en cuando también había algo por ahí, aunque no llegaba a ser más que una cita que rara vez continuaba con una segunda. Entre nosotros nos entendíamos muy bien, pero no sabía cómo llamar lo que él y yo teníamos, sabíamos que había más que una amistad porque nos atraíamos, nos gustaba pasar tiempo juntos, lo pasábamos muy bien, sin embargo, también sabía que nunca llegaríamos a nada más, porque cuando creíamos que todo estaba estable, aparecía Saúl y me lo volvía a poner todo patas arriba.

¡Quiero leer toda la novela!

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África, mujer cálida

1. ÁFRICA

Esa soy yo.

Y no sé por qué, pero desde siempre me han llamado la atención los significados de los nombres, sobre todo, del mío.

África es de origen latino, etimológicamente proviene del griego que significa «la mujer que vino».

Y digo yo, el vino que me pimplo cada noche porque yo lo valgo y porque es lo que más me relaja después de estar escribiendo más de diez horas al día. Una copita de esas es como oxigenar de nuevo tu cerebro para que así vuelva a tener nuevas ideas a la mañana siguiente.

Su significado proviene de «mujer cálida» o «expuesta al sol» y si indagamos un poco más, también dice ser «mujeres que se caracterizan por sus habilidades sociales y su don de gentes».

¡Ja! Y yo que me río de los expertos que se dedican a definir los nombres. Aunque más bien me río de mí y de la conexión que existe entre el significado y mi persona.

Si sigo leyendo un poco más, dice: toda aquella persona que tiene una gran facilidad para comunicarse con el resto, le gusta sacar temas de conversación con todo el mundo y odia el silencio y la soledad. Siempre tiene una sonrisa y una palabra amable para todos y teme no ser querida por su entorno de la misma manera que quiere ella.

Ya no voy a entrar a lo que cuentan sobre cómo son con respecto al sexo, porque puede que ahí sí tengan un poquito de razón. Pero dejémoslo estar y no entremos en detalles.

En todo esto creo que conmigo no han acertado ni una, porque don de gentes solo lo tengo cuando me obligan, es decir, en las reuniones de mi trabajo. Facilidad de comunicarme sí, pero únicamente a través de mis palabras, ya que desde hace tiempo me dedico a escribir historias ajenas por las cuales me pagan un pastizal si una vez escritas les dejo poner su nombre en la portada en vez del mío.

Lo de sacar temas de conversación tampoco es que vaya mucho conmigo, y ante un silencio incómodo mi frase preferida es: «Voy al baño, vuelvo enseguida». Y eso de tener siempre una sonrisa en la cara… ¡ERROR! Solo cuando me miran o cuando estoy con los míos. Ahí sí me sale sola. Tampoco temo a no ser querida por el mundo; es evidente que todos queremos ser correspondidos por los que de verdad nos importa, pero los momentos de soledad los agradezco tanto como unas vacaciones de un mes en una isla desierta tirada panza arriba en la arena. Me encanta estar sola y el silencio, aunque también reconozco que adoro la buena compañía. Por lo tanto, creo que soy una persona de lo más normal.

Y a todo esto he de aclarar que mi madre no tenía un nombre para mí cuando nací, simplemente porque no quería saber mi sexo hasta que me vio como Dios me trajo al mundo o, más bien, como ella me trajo al mundo, porque lo suyo le costó.

Al verme tan morena de piel —que yo creo que, por el contrario, venía amoratada por las ganas con las que salí de ahí—, a juego con una mata de pelo negro que cubría gran parte de mi cuerpo, junto a unos ojos tan claros como el cielo, herencia de mi abuela paterna, lo primero que le vino a la cabeza fue el nombre de África.

Mi madre dice que por la calidez que le transmití en ese momento en el que me vio por primera vez y yo creo que más bien le recordé a un mono peludo de la sabana africana.

En fin, ese comentario lo suelo soltar cuando ella no está delante porque termino estropeándole ese momento de déjà vu que cuenta en todas las comidas familiares una y otra vez, orgullosa de cómo nacimos mi hermana y yo.

2. SIMPLEMENTE ELLAS

Cloe: ¿Cómo se puede ser tan tardona?

Mia: Porque es África.

Yo: ¡Llegando!

Cloe: Sí, eso espero, porque estás a punto de quitarle el puesto a tu hermana.

Mia: ¡Imposible! El puesto de tardonairremediable no se lo quita ni mi madre desde Nueva York.

Yo: Dejad de criticarme, pedazodepedorras, que me pitan los oídos solo de leeros. Y querréis decir tardonairresistiblementeencantandora, ¿no?

Cloe: Sí, eso mismo, pero venid ya, que me estoy pillando el pedo sin vosotras.

Yo: ¿Con el refresco de naranja? ¡Lo dudo!

No puedo evitar soltar una carcajada mientras ando embelesada en nuestra típica conversación disparatada de WhatsApp.

Cloe: Pues imagínate los gases que me van a dar esta noche por culpa de las hermanas Walton Crespo.

Mia: ¡Las mejores!

Cloe: La verdad es que ya puestos podríais cambiar de apellido y en vez de Crespo llamaros Crispo.

Yo: ¿?

Temo el final del chiste de mi mejor y única amiga, porque Mia no cuenta como tal ya que la he terminado de criar yo.

Cloe:Crispo, de lo mucho que me llegáis a crispar, señoras.

Tras soltar la tontería más grande del planeta, ya me la imagino riéndose a carcajadas ella sola, sentada en una mesa, dándole igual el mundo entero, porque así es Cloe. Es la mejor persona con la que te puedes cruzar en este mundo donde los buenos amigos solo se pueden contar con los dedos de una mano, la única capaz de hacerte reír en el peor día de tu vida, la que cuando necesitas una copa bien cargada ella te acompaña con su refresco de naranja, por el simple hecho de que no necesita beber para cambiar el chip, para tomarse la vida de otra manera, para ahogar las penas, para vivir el presente y no estar atrapada en el pasado o futuro, simplemente porque ella, además de ser única, es feliz. Es la única persona que conozco que dice ser completamente feliz. Y lo corroboro.

—Perdonad, chicas, no os podéis imaginar lo que me ha pasado. —Entro en nuestra cafetería favorita todo lo veloz que mis tacones altos me dejan. Reparto besos y abrazos y me siento, decidida y a la vez sofocada.

—No me cuentes más. Te has cruzado con Mario Casas y te ha pedido el número de teléfono para cenar esta noche —Cloe se burla de mí.

—Ya le gustaría a ella —Mia contesta y luego se ríe con ganas.

—Pues sí, la verdad que me hubiera encantado cruzarme con el amor platónico de mi vida, para qué engañarnos. Pero no, ese no ha sido el motivo de mi tardanza.

—Te ha llamado Alejandro Sanz para que le escribas su biografía —Cloe continúa con el ataque de sus propias suposiciones.

—Eso ya lo hice, pero no hablé con él directamente, sino con su agente. —Chasco la lengua al recordar ese momentazo en el que recibí la llamada de la editorial donde me pasaban directamente con Manu Gallego, su agente, porque quería concertar una cita conmigo para que, después de firmar un contrato de confidencialidad, me contara la vida de Alejandro y yo la reescribiera.

—Jamás lo vi —digo con cara de pena.

—¿A quién? —Mia pone su típica expresión de besugo cuando no se entera de algo porque hace un rato que se ha perdido nuestra conversación absurda.

—¡A Alejandro! —gritamos al unísono Cloe y yo.

—Pero si recibiste un correo donde te agradecía tu trabajo y lo mucho que le había gustado. Sí, ese que nos estuviste leyendo durante una semana entera. —Mia vuelve a integrarse en la conversación.

—Hasta que me di cuenta de que el e-mail lo había escrito su agente. —Pongo los ojos en blanco, decepcionada por ese momento en el que recibí el último correo donde se despedía de mí, felicitándome de nuevo por mi trabajo. Esa vez se le olvidó firmar como «A. Sanz» y lo hizo con el suyo propio, «M. Gallego». En fin…

—Bueno, dispara, y cuéntanos qué te ha pasado. —Mia deja, por fin, su móvil sobre la mesa; aunque la pantalla no deja de iluminarse, pero lo ignora. Me mira con esos ojitos expresivos que me recuerdan tanto a los de mi madre. A diferencia de los míos, su color es de un tono marrón oscuro. Creo que en lo único que ella y yo nos parecemos es en la longitud de las pestañas y en la forma de las cejas, bueno, y también un poquito en los labios. Y nada, tengo que reconocer que sí, que ella y yo nos parecemos bastante, físicamente. Una de las diferencias podría estar en que yo le saco cuatro dedos de altura y que su pelo es corto, pero moreno como el mío. Hoy lleva esas dos trencitas de raíz que en ocasiones se hace ella misma, lo que la hace parecer aún más joven.

—Pues cuando estaba saliendo por la puerta del piso…

—Mentira. Seguro que en vez de salir te estabas retocando las pestañas en el espejo de la entrada —me corta Cloe, diciendo una verdad como un templo. Me conoce bien.

—Sí, bueno, eso… Pues me di cuenta de que me había dejado el móvil en el baño. Corrí a buscarlo, y cuando lo cogí y me di la vuelta dispuesta a salir, me tropecé con la esterilla, con la mala suerte de que la tapa del váter estaba abierta… —Las dos me miran con los ojos como platos, luego se miran entre ellas, imaginándose el resto de la historia, y una carcajada insoportablemente alta retumba por todo el local.

—¡No puede ser! —Cloe quiere que termine de reafirmar lo que ya se imagina.

—Así es. Se ha colado dentro del váter como si hubiese metido una canasta en toda regla, como toda una profesional del baloncesto —me lamento mientras me recuesto en mi silla, en una postura lo suficiente cómoda para escuchar sus bromas sobre el asunto, porque ahora sé lo que toca.

Las dos vuelven a reír con ganas. Yo, mientras tanto, espero de brazos cruzados a que se les pase el ataque de risa. No dejan de balbucear cosas que le hacen todavía más gracia. Aburrida de esperar, me levanto, pido una copa de vino y voy al baño porque sé que aún les queda un rato para terminar de hacer chistes sobre lo ocurrido.

A la vuelta, el ambiente ya está más relajado, aunque sus caras siguen rojas como tomates por el esfuerzo y sus ojos lagrimosos de reír tanto.

—En fin, creo que le has quitado todo el protagonismo a lo que yo quería contaros. —Cloe quita una mota imaginaria de la manga de su jersey mientras se hace la interesante para que le preguntemos sobre el tema.

—¡Suéltalo ya! —le insto mientras doy un largo trago a la copa.

—Pues, como sabréis, este año mi cumple cae mejor imposible: sábado sabadete, polvo polvete y luego corre y vete —termina cantando con gracia.

—Ese dicho te lo acabas de inventar, ¿no? —Mia pregunta distraída mientras le sonríe como una boba a la pantalla de su móvil.

—Ese dicho es así de toda la vida. Bueno, a lo que iba, que sepáis de antemano que el próximo sábado no podéis hacer planes porque tenéis cita conmigo y con unas cien personas más.

—¿Y en esa lista está incluido Marc? —pregunto directamente a la vez que intento quitar importancia a ese asunto porque creo saber la respuesta de mi amiga.

—Por supuesto que no, pequeña.

La contestación de Cloe no me gusta demasiado.

—¿Y se puede saber por qué? —insisto.

—Porque no trata bien a mi amiga, y quien no te trata bien, no son mis amigos. Lo siento —sentencia, acompañada de una mirada más seria y desafiante.

—Bobadas, Cloe. —Me aparto el pelo de la cara y me lo peino hacia atrás, dejando caer las ondas por mi espalda, controlando mi impaciencia por justificarme—. A ver, Marc y yo tenemos una relación diferente, pero no por eso es menos especial —aclaro de forma inútil porque sus caras siguen siendo de indiferencia.

—Si quieres hacerte la tonta, allá tú, pero a mí no me la pegas, amiga. —Sin darnos cuenta, el ambiente ha cambiado de un momento a otro.

—Estoy con Cloe. África, este tipo hace contigo lo que se le antoja, y solo te llama cuando le pica. Eso no es relación ni es nada. —Mia pasa al bando de Cloe. Perfecto, lo que me faltaba, dos contra una.

—Chicas, me gusta mi independencia y que me dejen mi espacio, así estamos bien, y me encanta cómo lo llevamos. Por el momento, no busco otra cosa y tampoco siento la necesidad de algo más —trato de explicarme e intento hacerles ver que no todo es tan malo como se ve desde fuera. Ellas creen que Marc solo me llama cuando no tiene otro plan mejor, pero es que yo hago exactamente lo mismo. Vamos a la par.

—Eso es lo que tú te crees porque nunca has tenido nada mejor. —Mia deja de nuevo su móvil sobre la mesa y se encara conmigo.

—Ah, perdona, nadie puede aspirar tan alto como tú. No sé si te has dado cuenta de que no hay un Don Perfecto a la vuelta de la esquina —ataco a mi hermana porque no me entiende. A ella siempre le han ido las cosas mejor que a mí con lo que respecta al amor. Todos sus novios son «perfectamente perfectos», bueno, algunos mejores que otros, aunque este último es el polo opuesto a ella. Esos chicos parecieran como si estuviesen cortados por el mismo patrón: atentos, cariñosos, graciosos y todos los adjetivos terminados en «osos». Y luego tiene esa facilidad de conocer a gente que yo a veces envidio. Pero envidia sana por tener un carácter dulce y a la vez tan espontáneo.

El ambiente ha pasado de estar lleno de risas a poder cortarse con una sierra.

—Algún día os demostraré el lado bueno de Marc y también caeréis rendidas a sus pies, y ahora me marcho porque a mi siguiente cita sí que no puedo llegar tarde.

Me despido tirando besos al aire, salgo corriendo de la cafetería y pongo en Google Maps la dirección donde me han citado. He quedado con otro agente que quiere que escriba una novela, pero, esta vez, quiere que sea algo diferente y totalmente nuevo, según me ha adelantado mi jefe. Así que allá voy, a ver con lo que me encuentro.

Mientras corro por la acera esquivando a la gente y pensando en no caerme, le escribo un mensaje a Marc para ver si está vivo o si se lo ha tragado la tierra.

Yo:¿Tengo que salvarte de algún malvado videojuego en el que has quedado atrapado de por vida?

Sé que no va a contestar al momento, por lo que guardo el móvil en el bolso y aminoro el paso para recuperar el poco aliento que me queda, porque estoy a punto de llegar y tengo que dar buena impresión.

3. SEÑALES QUE NUNCA LLEGAN

Después de la agotadora reunión de más de dos horas, salgo del restaurante atolondrada y casi tambaleándome sobre mis tacones. Y no precisamente por las copas de vino que me he tomado mientras escuchaba y procesaba toda la información que me aportaba el señor Mérida para enfocar la novela. Suerte que ha quedado todo grabado porque he de reconocer que solo he escuchado la primera parte de la historia. Luego, sin darme cuenta, he desconectado del mundo.

Estas reuniones me agotan. ¿A quién le interesa una historia que nada tiene que ver contigo? Suerte que mi imaginación da para mucho más, y siempre tengo el margen para encauzarla por donde yo quiero, si no, creo que sería infumable hasta para los lectores más aficionados.

Miro de nuevo el móvil y, como me temía, Marc no ha dado ninguna señal de vida. La verdad es que me molesta porque hoy tenía ganas de hacer algo diferente de lo que solemos hacer, tampoco es que pida tanto. Me encantaría ir a tomar unas copas a algún sitio nuevo donde la música esté demasiado alta y tengas que gritar por encima de ella para que se escuche lo que dices. Ir a algún lugar que ni siquiera te permita mantener una conversación decente porque, siendo sincera, no me apetece escuchar ninguna historia más; solo poder bailar y comernos con la mirada. Sí, eso es, necesito esa sensación que te provoca la mirada intensa de esa persona que te habla de querer comerte de un solo bocado, mirada en la que te hace sentir deseada y que, por supuesto, luego todo queda en la cama, en sexo del bueno. De ese que no puedas ni levantarte para ir al baño y darte una ligera ducha porque has quedado tan agotada que hasta las piernas te flaquean.

Eso lo echo de menos, tener a alguien que me haga sentir especial, que me provoque algún tipo de sentimiento. Marc creo que ya ha pasado a la última fase, a la de solo sexo por interés, pero cero sentimientos por ambas partes. Aunque reconozco que yo también he aportado mi granito de arena de no dar mucho más de mí.

Nuestros primeros encuentros fueron exactamente así: miradas intensas, cargadas de deseo, risas y charlas que no decían nada pero que a la vez lo decían todo. De eso hace ya un año. Precisamente hoy haría un año del primer día en el que nuestras vidas se cruzaron, y esperaba alguna reacción por su parte.

Suspiro, me encojo de hombros y vuelvo a hacerme a la idea de que nuestra relación no es como la de cualquier otra pareja, nosotros somos más abiertos y menos empalagosos. O puede que ni siquiera haya un nosotros. Pero también es lo que hemos elegido, que cada uno tenga su espacio y, por supuesto, su independencia, y es algo que agradezco porque no me gusta que invadan mi vida. Me encanta tal cual es y así estoy bien.

Cuando llego a mi precioso piso, escucho el sonido de mi móvil. Esperanzada, miro a ver quién es y me arrepiento de inmediato por pensar mal de Marc. Rebusco en mi bolso y veo la pantalla iluminada.

Mamá: Hola, cariño. ¿Cómo estás? Te echo de menos. Espero que hayas comprado ya el billete y que este año nos presentes a tu novio misterioso, estamos deseando conocerlo. Ah, quería pedirte que te vinieras antes del jueves veinticinco de noviembre para aprovecharte unos días antes de la comida de Acción de Gracias. Besos, cariño. Hablamos pronto.

Mi madre y su monólogo invaden la memoria de mi móvil sin ningún remordimiento. Contesto rápidamente que esta misma semana compraré mi billete sin falta. Le hago un breve resumen de mis días y me despido tras decirle que, por supuesto, este año conocerán a Marc.

Aún no es seguro, pero tengo que mentirle porque, si le digo que otro año vuelvo a ir sola, es capaz de coger esta misma noche un vuelo de Nueva York a Madrid y llevarme a rastras para casarme con Taylor, mi vecino y mejor amigo de Manhattan. Y no, no vengo de ninguna religión de esas que te obligan a casarte joven y en la que son tus padres los que eligen a tu marido. Pero mis tías y mi madre son unas enamoradas de la vida que piensan que tengo que estar con alguien para no perderme todas esas cosas bonitas que te brinda tu media naranja. Y desde que tengo uso de razón, han intentado emparejarme con Taylor, por tres razones: porque es la persona más buena, honesta y agradable de este mundo y cualquier madre lo querría para su hija. Eso y porque nos han visto crecer juntos. Pero Taylor para mí es mucho más que todas esas idioteces que la gente piensa que es el amor. Para mí, Taylor es único en su especie y el cual da miedo romper en mil pedazos si algo saliera mal. Por eso, en su momento decidimos ser amigos para siempre.

Y por lo pronto, no quiero comprar el billete con destino Nueva York, porque antes me gustaría hablar con Marc, si sigue vivo, claro. Quisiera proponerle que me acompañe a la famosa comida que mi familia celebra cada año. Sí, llamadme loca, porque hablo del mismo hombre que lleva una semana sin dar señales ni siquiera de humo. Y aunque ya sé cuál será su respuesta, no me queda de otra que arriesgarme.

4 PECULIAR ES LA PALABRA PERFECTA

No dejo de imaginarme otro año más con mi familia en Acción de Gracias. Los quiero mucho, pero son tan peculiares que también es para temerlos, y más, en esta época del año.

De pequeña era mi fecha favorita, hasta que me crecieron los pechos y mi madre y sus hermanas, es decir, las locas de mis dos tías, me atosigaban con lo de traer un novio a la comida. Año tras año, me preguntaban, me acorralaban hasta sonsacarme el nombre de algún chico, y cuando lo gritaba, se quedaban a gusto y entonces era cuando me dejaban tranquila. Algunas veces me lo inventaba para poder disfrutar de estas fechas, pero claro, el tiempo pasaba y las muy brujas, en el buen sentido de la palabra, querían hechos que demostraran que de verdad existía un hombrecito que me hubiera robado el corazón.

Cuando me marché a Madrid a estudiar, pensé que esa obsesión cambiaría, pero no, eso fue a peor, por lo que tuve que pasar a la acción. Barajé la posibilidad de buscar chicos en Instagram, hacer captura de pantalla y presumir de maromo, hasta que el año pasado me pillaron. Quise presumir tanto de novio imaginario que cogí una foto de un famoso que solo había visto en una serie de Netflix, e ilusa de mí, pensaba que nadie lo reconocería. Estaba segura de que mi madre no la habría visto porque no le gustan las series de vampiros, ella es más bien de Enamórate con Nova. Bueno, pues mi supuesto novio se llamaba Matthew Daddario, ese es el nombre real, y yo le puse Cristian Martínez. Vaya, lo que viene siendo un morenazo guapo y muy atractivo con rasgos masculinos demasiado marcados, barbita espesa, vello en un pecho bien trabajado, pelo revuelto y a lo loco y unos ojos rasgados que no sabes si son marrones o verdes de lo oscuros que son. Por supuesto, este era español y no americano como viene en su partida de nacimiento. Descargué unas fotos pilladas de internet de poses robadas, no de estudio, para que parecieran un poco más reales e incluso me atreví a hacer un par de montajes de él y yo juntos. ¡Y coló! Vaya si coló, hasta el último día, pero subestimé demasiado mi suerte y a mi tía Amaia, que es más lista que el hambre y que ya no se fiaba ni un pelo de mí. Indagó un poco, no le hizo falta mucho más para darse cuenta que ese buenorro no estaba a mi alcance. Y lo demás ya os podéis hacer una idea.

Ese año ya empezaron las amenazas de encerrarme en una habitación a solas con Taylor. Sus últimas palabras fueron que, si no somos capaces de dar el paso, serían ellas quienes lo dieran por nosotros.

Desde la adolescencia, no hacen otra cosa que decirnos que hacemos la pareja ideal, que nuestros hijos serían envidiables si heredan nuestros ojos y que no entienden cómo aún no nos hemos hecho novios después del tiempo que pasamos juntos. Supongo que su insistencia será por la conexión que ven entre nosotros y porque hemos demostrado que, por más kilómetros de distancia que nos separen, seguimos unidos por ese hilo que ya tiene un largo camino recorrido de amistad.

De pequeños éramos inseparables, era raro no vernos juntos, así que en cualquier celebración que nuestras familias hicieran, ahí estábamos nosotros, como un pack indivisible, sentados siempre uno al lado del otro, hablando sin cesar y jugando cada día de verano hasta las tantas de la madrugada. Y, a todo esto, mi madre y sus hermanas siguen empeñadas en que Taylor y yo somos tal para cual. Cada vez que hacen referencia a esto y mi amigo está delante, la cara de él se pone de todos los colores, y yo ardo de la rabia porque son tan cerradas de mente que no entienden que entre un hombre y una mujer solo pueda haber una preciosa amistad y nada más.

Cuando fracasé con lo de mi novio imaginario, prometí que este año llevaría a uno de verdad, con tal de que me dejen tranquila. Yo pensaba que con el paso de los días se olvidarían del asunto, pero no, sus mentes retorcidas aún piensan que estoy falta de amor y que necesito un novio con urgencia.

5. ESPAÑA-NUEVA YORK. LA COMBINACIÓN PERFECTA

¿Por qué Acción de Gracias en Nueva York? Porque vengo de madre española y padre neoyorkino. Una mezcla de lo más especial.

Mi madre, la mujer más luchadora que jamás he conocido, puede pasar perfectamente por mi hermana mayor, y no lo digo solo por lo guapa y lo bien que se conserva, sino por la poca edad que nos llevamos. Me tuvo demasiado joven, y por aquella época no lo pasó del todo bien.

Cuando mi madre tenía once años, sus padres se separaron y tuvo que elegir con quién se quedaba. Como era evidente, se quedó con mi abuelo porque mi abuela, aunque la quiero mucho, reconozco que no fue del todo legal con su marido. Fue pillada con las manos en la masa con el mejor amigo y socio de mi abuelo. El pobre, después de todo lo ocurrido, decidió emigrar y huir del dolor, por lo que se marchó a Nueva York por una larga temporada. Se le ocurrió abrir su propia fábrica de pantalones vaqueros y, gracias a esa mente privilegiada y emprendedora, triunfó.

Entonces, mi madre tuvo que empezar desde cero en la ciudad. El tiempo pasó y ella tenía claro que no quería continuar sus estudios, por lo que, en cuanto la edad la dejó, empezó a trabajar, se enamoró de su jefe y de ahí salí yo. Pero ese asunto tuvo sus complicaciones. En esa época, al igual que un divorcio no estaba bien visto, un hijo, sin haberte casado, menos aún. Mi madre se asustó tanto que quiso volver a Madrid para pensar bien qué hacer con el embarazo y con su vida. Se marchó con la excusa de que venía a pasar una temporada con su madre y sus hermanas, por lo que no dijo nada a nadie hasta que no pudo ocultarlo más. Se refugió en casa de mi tía Ana, la mayor de las tres hermanas y, gracias a su apoyo, mi madre decidió tenerme como madre soltera. No quiso decirle nada de mi existencia a mi padre por miedo de que le quitara a su hija y se la llevaran lejos de ella por la falta de recursos y porque no sabía cómo iba actuar mi padre si en ese momento se enteraba de que tenía una hija. Ella dejó de saber de él y él de ella. La desconfianza, la inseguridad y la poca comunicación por la distancia hizo que esos dos años me criara solo mi madre, mis tías y mi abuela.

Mi padre no supo nada hasta que, dos años más tarde, vino a España. Al principio dijo que por asuntos de trabajo, pero después desveló que venía a buscar a Carlota, mi madre y su amor platónico desde que la conoció. La echaba tanto de menos que no se había podido olvidar de ella, y entonces abrió su corazón para decirle que quería que volviera con él e incluso que, si ella lo seguía queriendo, él haría lo que hiciera falta por estar junto a ella.

Cuando mi madre me presentó a mi padre como su hija, no dudó ni un solo segundo al ver los rasgos de mis ojos, iguales que los de mi abuela paterna. No recuerdo ese reencuentro porque con dos años de vida solo sabía hablar en mi propio idioma y poco más.

Y al año de ese emotivo reencuentro nació Mia, mi pequeña y atolondrada hermana.

Lo siguiente ya os lo imagináis. Tengo familia en España y en Nueva York, así que, desde los dos años, he estado entre estas dos maravillosas ciudades, hasta que a mi mayoría de edad decidí hacer el último año de carrera aquí, donde mi querido Madrid me atrapó hasta ahora.

Marc:

¿Vienes?

Ese WhatsApp me saca de mis pensamientos y menos mal, porque un poco más y escribo la historia de mi familia en el nuevo libro en el que estoy trabajando.

Yo: Un «Hola, ¿qué tal? Tengo ganas de verte» estaría mejor.

No tengo ganas de sacar mi simpatía a pasear.

Marc: Hola, preciosa, me apetece muchísimo verte. ¿Vienes?

Yo: Eso ya está mejor.

Y sí, claro que voy, porque yo también tengo ganas de verlo y, seamos francos por lo menos con nosotros mismos, llevo una semana y media a pan y agua y estoy que me subo por las paredes. Y hablando aún más claro, necesito cubrir esa necesidad que nos asemeja a los animales.

¡Quiero leer toda la novela!

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Nosotros liberados

(2 parte)

1. CLAUDIA

Un tipo alto con una buena percha y pelo de color dorado recogido
en una especie de moño que le da un rollo surfista, barba de
cinco o puede que seis días y unos ojos que parecen esmeraldas
me pide con una dulce sonrisa permiso para sentarse en mi misma
mesa, justamente enfrente de mí.
—Está ocupada, estoy esperando a una amiga —le digo
amablemente mientras voy asimilando la escena a un ritmo veloz.
—Pero… ¿Tú eres Claudia, verdad? —No espera mi respuesta
y se presenta—. Yo soy Iván.
Cuando ese desconocido me pregunta mi nombre asiento
con la cabeza porque me acabo de quedar sin palabras. Entonces,
en cuestión de segundos y sin saber por dónde me ha venido, me
planta dos besos mientras yo sigo sentada con la boca abierta.
Luego miro para todos los lados, a ver si veo a la cabrona que me
la acaba de jugar, e incluso miro rápidamente debajo de la mesa
en busca de cámaras ocultas, porque esto tiene que ser una broma
de muy mal gusto.
—¿Puedo sentarme, entonces? —me vuelve a preguntar
con educación y con una sonrisa en unos labios merecedores de
ser admirados. Trato de digerir toda esta situación rápidamente.
—Eh. Sí, claro. —Qué remedio… No sé cómo lo ha hecho
la que dice ser mi amiga, pero sé que este chaval no tiene culpa
de nada; aun así quiero matarla—. Un segundo, tengo que hacer
antes algo…
Cojo mi móvil, que sigue encima de la mesa, busco el nombre
de Julia para llamarla, pero, como era de esperar, no contesta
y entonces le escribo rápidamente.
«¡¡¡YA TE PUEDES DAR POR MUERTA!!!»
Decido que lo mejor es ser completamente sincera con el
chaval para no alargar más la cosa y, por supuesto, que me aclare
de qué va todo esto.
—A ver, por dónde empiezo… Iván, porque te llamas
Iván, ¿verdad? —El que se ha convertido en mi acompañante
asiente, atento a mis palabras—. No tengo ni idea de quién ha
contactado contigo o quién te ha dado mis datos. —Bueno, sí lo
sé, además pondría la mano en el fuego por mi respuesta, pero
no digo nada para que este me cuente—. Y después ha tenido la
poca vergüenza, sin mi consentimiento, de preparar esta especie
de cita a ciegas, pero yo no he tenido nada que ver en todo esto…
—Y antes de que pueda seguir explicándome el camarero me interrumpe
poniendo dos copas de vino encima de la mesa.
—No, no. Yo… no he pedido nada de eso —le digo sin
entender qué está pasando. El camarero sonríe y dice que es cortesía
de la casa.
El muchacho que tengo enfrente también sonríe amablemente,
me fijo en su sonrisa y en su cara durante una milésima de
segundo y me doy cuenta de que es atractivo, pero al momento
quito ese pensamiento de mi cabeza. No puedo evitar compararlo
con el rostro de David y no tiene nada que ver ni siquiera su mirada
me transmite lo que él provoca en mi estómago. Pero vuelvo
a quitar ese pensamiento de mi cabeza porque no viene a cuento.
—Lo que te decía, Iván, es que no tengo ni idea de cómo
me han tendido esta encerrona, pero que yo no he tenido nada
que ver en todo esto —le repito.
Este me escucha y a la vez me mira con curiosidad, como
estudiando cada uno de mis gestos que no dejan de ser nerviosos.
—Claudia, no te preocupes por nada, a mí no me ha engañado
nadie —habla al fin—. Sabía que por tu parte sería una
cita a ciegas; yo, en cambio, te conocía… —Y al decirme eso ya sí
que me siento totalmente confundida; empiezo a agobiarme con
la situación así que bebo un largo, larguísimo, trago de mi copa
para intentar relajarme.
—No entiendo nada… —Vuelvo a beber, pero lo que más
me apetece en este momento es levantarme de mi silla y salir
pitando del restaurante, pero no, no quiero ser grosera y, por supuesto,
quiero saber cómo se la ha gastado la perra de Julia para
hacerme esta jugada.
Iván es agradable y a simple vista no parece ser esa clase de
tipos raros que hay repartidos por el mundo. Parece de lo más
normal así que empiezo a sentirme algo más tranquila mientras
nuestras conversaciones avanzan. Después de contarme cómo ha
pasado todo, me dan más ganas de matar a mi compañera y ahora
examiga, porque juro que cuando la pille se va a tener que comprar
una peluca de los pocos pelos que le voy a dejar en la cabeza.
Resulta que, como el reality de la Isla de las Tentaciones no
se lo consentí, probó con otra cosa… Me inscribió en una especie
de página web para buscar pareja. Esa inscripción la redirigió a
otra página de diferentes perfiles, la cual te pone en contacto solo
con las personas que más se asemejan a tus gustos, preferencias y
aficiones. De las primeras entrevistas hacen como una especie de
estudio y ellos solo y exclusivamente te envían los que según las
estadísticas o algo así se compenetran con tu personalidad.
—Qué cabrona es. —Es lo único que se me ocurre susurrar
cada vez que este me cuenta un poco más de toda esta historia.
—Pero, para que me quede claro… ¿Entonces tú conoces
a Julia?
—A ver, al principio me salieron tus datos y tu foto y entonces
te hablé a ti. Por lo que en un primer momento con la
que creía que hablaba era contigo. Pero al tercer día de tirarnos
prácticamente las veinticuatros horas hablando, ya, Julia me contó
toda la verdad.
Todo esto me parece de telenovela colombiana, solo falta
que el que tengo delante se llamara José Iván Roberto y yo María
Claudia. Esto no me puede estar pasando a mí, aunque, bueno,
si tienes a una Julia en tu vida puedes esperarte cualquier cosa el
día menos pensado.
—¿Y se puede saber cuánto tiempo lleváis hablando a mis
espaldas? —pregunto, algo más relajada. Llamo al camarero para
otra copa, porque con alcohol las penas son menos penas.
—Pues dos meses más o menos. —Y al escuchar su respuesta
por poco le espurreo todo el vino en la cara al pobre.
—Madre mía, qué locura. Pero, vamos a ver, si tú ya sabías
que con la que hablabas era Julia y no yo, la que te gusta en realidad
es ella. —Trato de convencerlo de que yo no sirvo para estas cosas.
Que yo soy antisocial y que Julia es justo lo que está buscando.
El muchacho se ríe con ganas.
—Antes de nada, permíteme que me quite la americana,
por favor, no soy de los que llevan traje diariamente y me está
matando.
Se levanta para deshacerse de la chaqueta y aflojarse el cuello
de la camisa de lino que lleva y ese aire desordenado le hace un
poco más sexi. Pero David vuelve a aparecer en mis pensamientos
y no sé lo que me da más rabia: si acordarme continuamente de
él o esta absurda situación. «Pero ¿qué dices? ¡Deja de pensar ya
en esa persona!», me grito a mí misma, y luego me convenzo de
lo evidente. «Este chaval está bien y tiene un cuerpo… que visto
sin americana gana mucho más». ¡Ya! Me obligo a dejar de pensar
como Julia. No quiero hombres guapos ni atractivos en mi vida.
Directamente no quiero hombres.
Iván se vuelve a sentar y se desabrocha otro botón de la
camisa, por lo que los ojos se me van directos a esa pequeña parte
descubierta donde puedo apreciar que no tiene nada de vello.
«Ummm, interesante…». Y al escuchar mis pensamientos me dan
ganas de darme un golpe en la cabeza para dejar de pensar así de
una vez por todas.
Y lo peor de todo no son mis pensamientos, sino que me
ha pillado con la mirada donde no debía. Lo miro a la cara y una
sonrisa pequeña sale de sus labios. ¡Mierda! ¡Joder!
—Pues no, Julia no es la que me gusta, precisamente ni
siquiera la conozco físicamente, bueno ya sé que es una super
influencer de moda, pero es que ese mundo no va conmigo.
—Pero con la que has estado hablando todo este tiempo
ha sido con ella y no conmigo, así que, por norma general, la que
te tiene que gustar es ella y no yo —sigo convenciéndolo y este
ríe de nuevo.
—En eso tienes razón, pero hemos estado hablando de ti.
Y al decirme esto dejo de beber. Porque no me entran en la
cabeza estas incongruencias.
—A mí esto no me cuadra, pero nada de nada. —Me noto
algo mareada por beber tan rápido.
—Pues es tan sencillo como que tu amiga ha elegido por
ti. Y nuestras conversaciones eran como una especie de entrevista
constante —aclara con total seguridad y franqueza, porque de lo
contrario no tendría sentido.
—Entonces… ¿lo sabes todo de mí? —pregunto intrigada,
porque como eso sea cierto sería el colmo de todos los colmos.
—No exactamente. Sé cosas, pero no todas. Por eso estoy
aquí, porque quiero conocerte… —Se calla un segundo pensando
si terminar la frase o no—. Me gustaste en la foto y me gusta lo
que Julia me ha contado de ti.
No sé qué decir ante esa afirmación, quiero salir del paso y
que termine esta absurda escena, pero no sé de qué manera hacerlo.
—Iván, pero yo no te conozco de nada.
—¿Y no te apetecería conocerme…? Hasta mi nombre en
tus labios suena mejor.
Su comentario me hace sonreír, pero al momento pongo
los ojos en blanco porque los halagos no van conmigo.
—No sé si me gustarás o no y, si te soy sincera, tampoco
sé si me apetece conocer a alguien en estos momentos. —Le soy
completamente clara.
—¿Y lo qué ves ahora te gusta? —Al preguntarme eso me
pongo roja como un tomate; Iván al darse cuenta sonríe disimuladamente
y yo tengo que apartar la mirada.
—No eres feo, eso no hace falta que te lo diga, hasta el
camarero lo sabe —le digo sin profundizar más en el tema.
—Bueno, no te preocupes, de verdad. Yo si estoy aquí es
porque tengo muchas ganas de conocerte, me llamaste la atención
al principio y me la has llamado aún más ahora que te veo
en persona.
Eso de que me piropeen a la cara no lo llevo demasiado
bien, me pone nerviosa y las manos me sudan. Me limpio con
disimulo en el vestido.
—Vamos a hacer una cosa. —Se incorpora un poco más
hacia mí—. Podemos seguir con la cena hasta el final porque ya
está pagada, si te sientes cómoda después podemos ir a tomar algo
a algún garito de aquí cerca para que no pienses que me quiero
aprovechar de ti y, cuando termine la noche, te dejo que elijas.
Si te has sentido bien conmigo tenemos una segunda cita y, si no
quieres saber nada más porque pasas de mí…, directamente no
vuelves a ver esta cara.
Y ese último comentario me hace gracia. Su proposición,
al fin y al cabo, tampoco me parece tan descabellada. Todo lo que
sea alejarme de las tentaciones con David será bienvenido. Así
que miro la situación de esa manera y acepto su oferta.
—¡Hecho! —Alargo mi mano por encima de la mesa para
cerrar el trato y este la coge suavemente sin dejar de sonreír.

2. DAVID

Al verla entrar por la puerta, riendo a carcajadas, enseguida se me
iluminó la cara porque pensaba que a esas horas ya no vendría
y estaba a punto de irme, pero entonces me quedé un rato más.
Me vino el recuerdo de ese primer y último beso en mi
casa, del sabor de su boca, del tacto de sus labios, y no pude evitar
morderme la lengua y contener las ganas, y más después de cómo
huyó de mí esa noche. La dejé marchar porque ella me lo pidió,
pero no hay un segundo que no desee un nuevo acercamiento.
Dentro del bar quise correr hasta ella y llevármela de allí
a cualquier otro lugar en el que solo estuviéramos los dos. Pero
verla entrar con aquel tipo alto y con estilo propio me dio tanta
rabia que me morí de celos. Por eso hice lo que hice, por eso la
besé y jugueteé con su pelo delante de ella. Besé a Beatriz delante
de todos los compañeros de trabajo que cada viernes se juntaban
para celebrar el comienzo de un fin de semana, y lo hice para poner
celosa a Claudia, porque el verla con otro me molestó tanto
que me entraron ganas de sacar al tipo a empujones del local y
partirle la cara por el simple hecho de verlo tan cerca de ella, por
verlo aprovechar la más mínima para un tonto acercamiento, por
miedo a que ese chaval le empezara a gustar. Pero por mi posición
tenía que controlarme y así lo hice, en cierto modo. Porque mi
comportamiento lo único para lo que sirvió fue para alejarla más
de mí.
Desde que la vi por primera vez corriendo por la acera
y esquivando a la gente con un tacón en cada mano, supe que
Claudia no era como las demás; desde entonces quise verla en mi
cama, desnuda… pidiéndome que la hiciera mía.
Llevo semanas prohibiéndome un acercamiento, pero
cuanto más me resisto mayor es mi necesidad. Cuando la veo
de lejos me muero de ganas de saber cómo está, cómo se siente,
extraño su olor y hasta ver de cerca esas pequeñas pequitas que no
puedo quitarme de la mente. Y lo peor de todo es que no sé cuánto
tiempo seré capaz de aguantar sin besarla. Sus labios tiernos y
a la vez hambrientos… también los echo de menos.
Daría la mitad de mi fortuna por pasar un día a solas con
ella y demostrarle que, a lo mejor, no soy esa clase de hombre
como el que todos me tienen etiquetado e incluso yo mismo.
Pero hay algo que me dice, que siento, que presiento que puedo
ser, que soy, mejor de lo que creo. Sé que dentro de mí hay otra
persona que está deseando salir a la luz y yo solo no sé si seré
capaz de sacarla.
Entonces se me ocurre una idea, una idea a la que no le doy
más vueltas porque necesito verla y que sea Claudia la que elija
si esto es bueno o no para ella. Solo le daré la opción de que me
conozca y yo poder conocerla. Y creo que ya es el momento de
hablarle claro, de hablarme claro a mí mismo.
Me encuentro sentado en el coche, no sé el tiempo que
llevo ahí pensando en cómo hacerlo, no sé por dónde empezar,
qué decirle, no sé si de verdad es buena idea o si me tendría que
plantear darlo por perdido. Pero al final actúo.

3. MARÍA

Julia me da tregua y, por lo menos de camino a casa, me deja tranquila
sin sacarme el tema. Al instante me doy cuenta de que se
ha desviado en dirección a urgencias sin ni siquiera preguntarme
por el dolor de mi tobillo. Nos hemos tirado dos horas y media en
la sala de espera, cosa que me ha venido bien para pensar y concienciarme
de lo que ha pasado. Y no sé si a ese beso se le puede
llamar error o no, yo solo sé que, si cierro los ojos, puedo volver a
sentir sus labios, el sabor de su boca, el tacto de su lengua jugando
suavemente con la mía… ¿Cómo se le puede llamar a eso error,
cuando te hace sentir cosas tan agradables aquí, dentro del pecho?
Sin poder evitarlo mi cabeza sigue meditando sobre
Samuel. Agradezco el silencio de mi amiga aunque eso sea raro en
ella, porque Julia es incapaz de mantener la boca cerrada más de
cinco minutos seguidos, pero, al igual que yo, también se encuentra
pensativa. Llego a la conclusión de que no sé nada de la vida
de Samuel. Sí es verdad que hemos hablado mucho, pero ahora
que lo pienso hemos recordado más el pasado que hablado del
presente. Mis vueltas no censan y me imagino que puede que esté
casado, aunque al momento deshago ese pensamiento porque
vive solo y en ese piso no he visto ningún rastro del sexo opuesto,
por lo que tampoco está viviendo con la novia. Por más vueltas
que le doy no llego a entender su reacción después de ese beso.
Cuando por fin llegamos a casa, Julia me ayuda a bajar con
cuidado del coche, me coge el bolso y me agarra de la cintura para
que yo no haga esfuerzos con el pie.
Me han diagnosticado una semana de reposo absoluto, me
han vendado el tobillo y me han dado calmantes para aguantar
el dolor. No puedo tener menos suerte, odio tener que quedarme
en casa…
—Gracias por todo, mi niña —le digo agotada mientras
mi amiga me suelta despacio en el sofá.
—Teníamos que haber ido a casa de tu madre —me dice
sentándose a mi lado y poniendo los pies en alto al lado de los míos.
—Ahí no estaría a salvo en estos momentos.
—Pero aquí sola no puedes quedarte si tienes que guardar
reposo absoluto.
—Me las apañaré, no te preocupes. —Porque la soledad en
estos momentos es mi mejor aliada.
—Lo sé, eres fuerte como el vinagre —me dice con una sonrisa,
y no puedo evitar sonreír con su comentario—. Y, ahora… ¿me
vas a contar qué ha sido lo que ha pasado?
Asiento. Se lo debo, si no hubiese sido por ella… hubiera
seguido en el piso de Samuel humillada, porque así es como me
ha hecho sentir.
Empiezo a contarle por el principio; desde que salí de la
consulta de mi loquero, las cañas, la cena en el italiano, los bailes,
las risas, los brindis por los viejos tiempos y todo lo que me
hacía sentir estando con él… También le cuento la borrachera tan
grande que pillé y lo que pasó en su piso, la caída, la tensión en
todo momento y el beso. Julia chilla de la emoción al escuchar
esta última palabra.
—¡Gracias a Dios! Dime que te lo has tirado, por favor…
—me dice con la cara iluminada por la emoción.
—Claro que no me lo he tirado, no podría, es mi amigo.
—Trato de convencerme a mí misma sin ningún resultado.
—Ya lo has hecho antes.
—Pero eso era diferente, éramos jóvenes y confundimos
las cosas.
—¿Y ahora qué sois? ¿Ancianos? —Me río porque la verdad
es que parezco mi abuela hablando—. Os enamorasteis, princesa,
y os habéis visto y la llama se ha vuelto a encender. Vale que ahora
no hayáis hecho nada, pero va a ser cuestión de tiempo porque
os gustáis demasiado; es más, yo ya voto por que nunca habéis
dejado de estar enamorados el uno del otro.
Me quedo unos minutos en silencio asimilando las palabras
de mi amiga, pero no quiero reconocerlo porque no quiero
dolor en mis días, no me apetece volver a pasarlo mal, porque es
lo que haré si me abro de nuevo.
La cosa no pinta bien, la actitud de Samuel no es la que esperaba
después de ese beso. Le cuento a mi amiga todo mi temor
y se queda unos minutos pesando.
—Está con alguien y teme hacer daño… —dice de pronto.
—¿De dónde te has sacado eso? —pregunto extrañada por
esa repentina reflexión.
—De ningún sitio, solo son sospechas. Pero párate a pensarlo
por un momento… Él te invita a su piso después de una borrachera,
no intenta nada, dormís en el sofá los dos juntos, sigue sin
intentar nada, ¿no? —Asiento con la cabeza—. Quiere pasarse toda
la mañana cuidándote, te hace un superdesayuno y termina besándote
porque todo este tiempo habéis removido tanto pasado que
habéis avivado todas esas ganas hasta llegar al punto de no aguantar
más y terminar besándoos y, luego…, se ha sentido como una puta
mierda al darse cuenta de que está traicionando a su novia.
Me quedo callada porque las palabras de Julia me han hecho
pensar en esa posibilidad que, al verla de esa manera, no
parece tan descabellada.
—A ver, esa posibilidad también la he barajado yo…, pero
es que tampoco me cuadra —termino diciendo, tratando de convencerme—.
No hay ningún rastro femenino por su piso, solo
hay un cepillo de dientes, una toalla y nada de maquillaje ni una
sola crema facial femenina en el baño. Fuimos a su piso porque
estaba muy borracha y quiso prepararme un mejunje para que
me sintiera mejor, luego nos quedamos dormidos y ni siquiera
intentó nada.
—Porque tiene novia —sentencia Julia de nuevo con total
confianza en sus palabras.
—Si tuviera novia iría con ella a ver el piso que se va a
comprar y no conmigo, ¿no?
—¿Te ha ofrecido a ir con él a ver un piso? —Asiento con
la cabeza sin poder dejar de darle vueltas a todo—. Joder, pues sí
que no encajan las cosas… Porque gay no será, ¿verdad?
Me recuesto en el sofá sonriendo y cierro los ojos, no quiero
seguir pensando en nada más. Julia me acaricia el pelo.
—Descansa, mi princesa coja. —Sonrío medio adormilada
porque Julia me recuerda tanto a su hermano…, puedes estar
hecha un trapo viejo que siempre consigue sacarte una sonrisa
aunque sea lo que menos te apetezca—. Si cuando te despiertes te
encuentras aquí con tu madre, no te asustes, ¿vale? La he avisado
yo —me dice en voz baja, pero ya no le contesto porque tengo
tanto sueño que no la escucho ni marcharse.

4. NOSOTROS

—Estarás contenta, pedazo de suertuda. —María agarra a Julia
por los hombros y la zarandea desde su asiento.
—Estoy, no sé…
—¡¿Cómo que no sabes?! ¡¿Te vas a Italia una semana y no
sabes?! —Claudia despierta a su amiga de su propio pensamiento.
—Sí, es una pasada —dice, demasiado desganada para
ser Julia.
—¿Qué te pasa, bella flor? —Víctor le agarra del moflete y
tira de él tal y como hacía su abuela de pequeños, cosa que odia
y de sobra lo sabe.
—Nada… ¿Qué me va a pasar? —Se zafa de sus manos dándole
un manotazo—. Estoy loca de la emoción —responde forzando
una amplia y exagerada sonrisa para que la dejen tranquila.
—Tú no sabes disimular esas caras, así que suéltalo ya, que
estás tardando. —María le tira su servilleta usada a la cara. El bar
está hasta el límite de gente y tienen que hablar pegando gritos si
quieren tener una conversación medianamente normal.
Julia suspira tan fuerte que casi se queda sin aire en los
pulmones.
—La verdad es que estoy un poco de bajón, pero ni siquiera
sé por qué… —Y es completamente sincera, no sabe qué
le pasa, ni siquiera entiende a qué se deben esos ánimos. Con
sus amigos ni puede ni le apetece disimular más. Sabe que debería
estar dando saltos de la emoción porque se va una semana,
¡una semana a Italia! Y se siente como si hubiera perdido a un
ser querido.
—El fotógrafo… Te has enamorado. —Claudia no deja de
sorprenderla con sus comentarios, lo pilla todo a la primera. Pero
no, tampoco cree que sea eso…
—¿Yo? ¿Enamorada? ¡Ja! Esperad sentados y ya me contaréis
cuando os salgan canas de la espera. —Le pone nerviosa que
esa palabra tenga algo que ver con ella. ¿Enamorada? ¡Puff! «¿Qué
es eso, por Dios?», piensa—. Además no sé en qué te basas para
soltar semejante tontería y menos tú que eres la sensata del grupo.
—En que la otra noche os vi a los dos solitos saliendo a
hurtadillas del restaurante en el que una perra traidora me tendió
una encerrona. —Claudia lo dice con retintín, pero sabe que, en
el fondo, ya no está cabreada con ella.
—¿En serio me viste? —lo pregunta exagerando su sorpresa.
—Te hiciste pasar por camarera, por Dios, Julia. —Los demás
se ríen—. Y detrás salía Agus con una bandeja en las manos.
—Pero, reconóceme que fue un papel auténtico. —Todos
vuelven a reír y Julia aprovecha para desviar el tema sin que se
note demasiado.
—Últimamente pasas mucho tiempo con ese chico,
hermanita…
Julia sabe lo que están pensando y se equivocan. De gustar
a estar enamorada hay un largo camino. También pasa demasiado
tiempo con Daniela y los demás, así que eso no tiene nada que
ver, piensa ella, justificándose por ese tiempo que ha compartido
con Agus. Sí es verdad que últimamente Agus y ella han pasado
tiempo solos, aunque han sido las circunstancias lo que los ha
llevado a eso, no a que ella lo haya planeado. Sigue justificando
sus actos…
—Os equivocáis, ni siquiera nos hemos acostado —responde
en su defensa al cabo de unos minutos, y todos en la
mesa callan.
—Eso solo quiere decir una cosa… —Claudia canturrea
con media sonrisa mientras golpea la mesa con sus dedos.
—Eso quiere decir nada —zanja la conversación.
—Eso quiere decir que si ese chico no te importara lo más
mínimo te lo hubieses tirado ya, muchachita. —María, al igual
que los demás, conoce a su amiga y de sobra sabe que ese chico le
gusta más de lo que Julia cree.
—Si no me he acostado es porque somos compañeros de
curro y tendría que verle la cara casi todos los días —se defiende
del ataque de su amiga y de sus propios pensamientos—. Y tres
contra uno no vale.
—¿Y desde cuándo te has preocupado tú por eso? —pregunta
María con una sonrisa tonta en la cara.
—Bueno, ya vale, he venido a despedirme de mis amigos y
me estáis haciendo arrepentirme de haberos invitado a la cena, así
que ya me podéis ir devolviendo el dinero. —Se hace la enfadada,
pero en realidad no lo está. Jamás podría enfadarse con ellos, porque
ellos son la mejor familia elegida que jamás ha tenido.
—Vale, vale… pero vuelve a sentarte, que tampoco hemos
dicho nada del otro mundo para que te pongas así. —Claudia la
agarra de la manga de la camisa, Julia vuelve a tomar asiento y de
pronto no cree lo que ven sus ojos.
—Entonces… ¿Quiénes sois los que vais a ese paraíso de la
moda italiana? —Escucha solo de fondo sin prestar demasiada atención
a lo que le acaban de preguntar, porque se le ha caído la Torre
de Pisa encima de la cabeza después de presenciar tremenda escena.
—Julia, Julia… —María da palmadas enfrente de su cara
para llamar su atención.
—¿Qué? —Su amiga disimula lo que acaba de ver, no
quiere que sus amigos piensen que le importa lo más mínimo que
el famoso fotógrafo que ha sido durante toda la noche el tema
principal de conversación haya llegado al mismo bar y de la mano
de una morena de metro ochenta. Y esa de prima tiene poco…
«¡Qué cabrón!», piensa Julia indignada y a la vez desorientada por
esos sentimientos que no puede controlar.
—Que quiénes vais. Tía, en serio, nos tienes preocupadas.
Estás en las nubes. —María repite la pregunta mientras le tira del
pelo para traerla de nuevo a la tierra.
—Emmm, vamos Daniela, el imbécil ese y yo. ¡Y deja de
tirarme del pelo!
—¿Al imbécil te refieres al fotógrafo? —Víctor vuelve a
entrar en conversación.
—Al mismo…
Enseguida paga la cuenta y se excusa con que tiene que preparar
la maleta. Como todos conocen lo desastre que es, la creen y
la dejan marchar deseándole un bonito viaje, amenazando con que
en cuanto llegue del viaje tienen una conversación pendiente y le
hacen prometer que tendrá cuidado con los italianos empalagosos.
Julia reparte besos y abrazos a todos sus amigos y se marcha
con prisas porque no quiere seguir viendo cómo Agus le susurra
cosas al oído a su nuevo ligue.
Le pone enferma, o más bien celosa, aunque no lo sepa. Así
que sale esquivando torpemente a todo aquel que se interpone en
su camino y con la mirada fija en la puerta de salida, haciendo ver
que no se ha dado cuenta de nada ni de nadie…
De camino a casa se da cuenta de algo que le alivia, algo
que llevaba demasiado tiempo evitando, algo que, con los días, va
creciendo dentro de ella. Y es darse cuenta de esa verdad. Por un
momento reconoce que esa verdad sabe a miedo y se da cuenta de
que por culpa de ese sentimiento tiene esa actitud que le hace distanciarse
de todo aquel que sabe, o cree que, le puede hacer daño.

5. JULIA

«Cariñito mío, que te recoja Agus y nos vemos directos en el
aeropuerto. Voy muy justa de tiempo y tengo que pasar por
casa de Alicia para recoger uno de los modelos que vamos a
llevar». Daniela.
¿En serio me tiene que pasar esto a mí? ¿Y precisamente
ahora…?
«No te preocupes, mejor cojo el metro». Yo.
Ni de coña voy con este imbécil a solas en el coche hasta
el aeropuerto.
«Me ha dicho hace un rato que salía para tu casa, así que
estará a punto de llegar. No te muevas». Daniela.
«¡A sus órdenes, mi sargenta!». Yo.
¡Mierda!
Me despido de Claudia con un fuerte abrazo que me viene
de perlas porque este viaje ha dejado de ser especial desde hace días.
—Creía que te ibas para una semana, no para un mes… —
me dice mi amiga mientras señala la maleta que está aparcada en
la puerta de la cocina.
—Tengo un blog que mantener y quiero hacerme muchas
fotos para mis seguidores… —Le guiño un ojo.
—Suerte que llevas a un profesional para que te saque las fotos
perfectas —manifiesta en el momento menos oportuno mientras
me señala la jarra de zumo de naranja y me ofrece un vaso.
—Calla y no me hables de ese… que vomito. —Le quito
el vaso que tiene entre las manos y me lo bebo de un trago; ella
me mira estudiando mi expresión con el entrecejo fruncido sin
entender mi comentario.
—Pensaba que… Agus y tú…
—Agus y yo nada, es un tío y se merece un mojón, igual
que todos. —No le dejo acabar la frase.
Claudia me sigue con la mirada en silencio y sabe que no
es momento de seguir preguntándome porque tarde o temprano
se lo contaré, pero ahora no tengo ni ganas ni tiempo de remover
nada de ese tema. Mi amiga, al contrario que yo, es paciente y
tiene filtro. Sabe cuándo es mejor esperar. Y yo… se lo agradezco
con otro abrazo.
—Pásalo bien, mi loca bonita —me dice estrechándome
un poco más fuerte entre sus brazos.
—Gracias, y tú no hagas ninguna locura sin mi presencia.
—Claudia sonríe y yo me marcho.
Espero en la puerta de mi bloque; Agus no tarda en llegar y
yo me pongo nerviosa en cuanto lo veo bajar del coche.
—Hola, preciosa —me dice con una sonrisa radiante—.
¿Preparada?
—¿Para…?
—Para pasártelo en grande. —Pongo los ojos en blanco
y le dedico una sonrisa falsa. Él me ayuda a meter las maletas
en el coche.
Pasamos casi todo el viaje en silencio hasta que Agus decide
romperlo.
—Pareces que vas de entierro en vez de a Italia. —Lo miro
con una ceja levantada por ese comentario y porque lo que menos
me apetece es reírle las gracias.
—¿Cómo quieres que esté…? ¿Pegando saltos en el asiento?
—Mi modo despectivo no lo detiene, y continúa.
—No hace falta pegar saltos, solo que podrías estar más
animada. ¡Que nos vamos a Italia, preciosa! —Y mientras dice
las últimas seis palabras me zarandea de la rodilla provocándome
incómodas cosquillas.
—Deja de llamarme así y no me vuelvas a hacer cosquillas.
—Cojo el móvil para hacer como que estoy entretenida en algo y
así no tener que seguir conversando con él.
—Oye… con respecto a la otra noche… —Sigo pasando
distraída el dedo por la pantalla mientras lo escucho.
—¿Cuál de ellas? —le pregunto sin mirarlo.
—La última en la que cenamos mientras vigilabas la cita
a ciegas de tu amiga y luego pasamos a las copas —me aclara
inmediatamente.
—Entonces no te refieres a la noche en la que llevabas a
una muñeca de silicona cogida de la mano… ¿no? —le digo intentando
parecer tranquila y disimulando para que no se note que
me importa lo más mínimo. Se mantiene en silencio más tiempo
de la cuenta—. Porque esa fue la última noche que nos vimos.
Ah, no, perdona que tú hacías como que no me habías visto…
—aclaro rápidamente de un modo irónico.
Veo como se remoja los labios y se remueve en su asiento y
ese gesto me demuestra que sabe perfectamente a lo que me refiero.
—No hice eso, Julia. Te vi acompañada por tu grupo de
amigos, yo estaba al otro lado y…
—Y no podías saludar a una amiga. ¿Esa también era tu prima?
—¿Y tú? ¿Por qué no viniste a saludarme? Y no, no es
mi prima.
—Fuiste tú el que llegaste el último…
—Estás celosa… —Sonríe y me mira dándolo ya por hecho.
—Mira a la carretera. Y no, claro que no estoy celosa,
imbécil. Pero, que hagas como que no me conoces y que ahora
vengas de guay, como que no pega mucho.
Cuando por fin llegamos me bajo del coche sin dejar que
me conteste. No me apetece que siga excusándose y menos seguir
con una conversación que no nos lleva a ningún sitio, porque
eso es lo que hay y va a haber entre nosotros: nada. Cojo
mi maleta intentando ser lo más rápida posible para poder tirar
delante, pero me es imposible porque pesa como un muerto de
cien kilos.
Agus se acerca hasta mí y con la mirada fija en mi cara coge
la maleta sin hacer ningún esfuerzo y yo me apunto lo de hacer
pesas para el próximo viaje.
Cuando llegamos al aeropuerto, llamo a Dani. No la veo
por ningún sitio y ya tenemos que pasar a nuestra puerta de embarque.
Los nervios empiezan abrirse paso por la boca de mi estómago
al ver que no da señales de vida.
—¡Mierda! No me coge el teléfono —digo, y vuelvo a llamarla.
—Pues tenemos que ir pasando… si no, nos vamos a quedar
en tierra todos.
—Pero… ¿cómo nos vamos a ir sin ella? —Y mi pregunta se
queda en un pequeño chillido agudo y desesperante.
—Tranquila, pasamos y ya pensamos en algo más detenidamente.
—Le hago caso y, mientras nos dirigimos a nuestro
sitio, sigo llamándola sin parar. Lo que me hacía falta, pasar más
tiempo con este a solas.
Ya se han abierto las puertas y Daniela aún no ha llegado, la
gente va pasando y las azafatas van recogiendo la documentación
con una sonrisa que parece como si la tuvieran pegada a la cara.
—Intenta entretenerlas —le digo a Agus señalando a las
dos chicas con la cabeza—. Voy a buscar a Dani.
—Pero… ¡¿Cómo?!
—Yo qué sé, lígatelas o haz como si las conocieras de
algo… Lo que sea, pero haz tiempo —le digo rápidamente, y
salgo corriendo en busca de mi amiga.
—¡Julia! ¡Juliaaaa! —Dani corre hacia mí y yo hacia ella.
Escuchamos por el megáfono que las puertas de nuestro
avión se van a cerrar. Cuando la alcanzo, la cojo de la mano y
seguimos corriendo como dos locas peligrosas recién salidas de
un manicomio. La gente nos mira y a mí el corazón se me va a
salir del pecho por los nervios y por esa carrera de fondo que nos
estamos marcando. Vemos a Agus a lo lejos que está embarcando,
pero no nos ve. ¡Mierda!
—¡Corre, Daniiii! ¡Coorreee! —grito como una desquiciada.
Y, por muy increíble que parezca, llegamos a tiempo, eso
sí, por los pelos.
Cuando, por fin, tomamos asiento en el avión, respiro como
si el aire fuera lo más valioso de este mundo. Daniela entrelaza sus
dedos con los míos con fuerza y luego me sonríe satisfecha.
—Por poco nos quedamos en tierra —le digo aún sin
aliento—, no entiendo cómo no has salido antes o te has puesto
diez alarmas como yo para meterte prisa.
—No es que haya llegado tarde, ha sido la puñetera facturación,
que me ha retrasado mucho… Cuando lleguemos a Italia
vamos a necesitar un tráiler para transportar todo lo que llevo. —
Me río y luego miro hacia el otro lado, donde está mi compañero.
Que, por increíble que parezca, ya está durmiendo profundamente
cuando ni siquiera hemos despegado.
Yo, mientras tanto, aprovecho para escribirle a mi hermano
esa conversación que llevo días posponiendo porque no me apetece
discutir con él, pero es necesario que le hable claro. No puede
seguir toda la vida huyendo de nuestro padre, que no es precisamente
el mejor del mundo, pero al fin y al cabo es quien es y creo
que todos nos merecemos segundas oportunidades. Sea como sea,
se lo está currando desde hace meses y parece que va en serio…
Mi lucha interna, o mi autoconvencimiento, hace que
tome riendas en el asunto y me atreva a sacarle el tema a Víctor.
«La próxima semana tenemos comida con papá». Le paso
la ubicación del restaurante y espero que conteste porque, si no,
le va a caer una buena. Al ver que lo ha leído y que no contesta ya
no espero más, porque los demonios me están subiendo por las
piernas y entonces es cuando le mando un whatsapp tras otro sin
esperar ni una sola respuesta, pero se lo tengo que decir y, aunque
no quiera escucharlo, por lo menos sé que sí lo va a leer…

¡Quiero leer toda la novela!

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Creciendo con Alex

1. BAILAR SIN REGLAS, MAMÁ

Me sentí aterrada, asustada y enormemente triste; de sobra sabía que iba a despertar al ogro que llevaba dentro, y fuera también, para qué engañarnos. Tenía que hablar con ellos, no podía seguir mintiéndoles por más tiempo. Necesitaba quitarme esa culpabilidad que sentía, culpabilidad que no era real, porque no había hecho nada malo, era injusto. Sabía que provocaría la guerra entre mi madre y yo y que el buenazo de mi padre sería el que sufriera todas las consecuencias, pero tenía que dejar de pensar en el resto del mundo, porque si no nunca dejaría de sentirme tan gris y tan apagada. No podía arriesgarme a que todo volviera a dejar de tener sentido y no estaba dispuesta a pasar otra vez por lo que ya casi había superado.
Desde que tenía uso de razón, mi madre me matriculó en una de las más prestigiosas escuelas de danza de todo Madrid. Casi desde antes de aprender a andar ya sabía girar sobre mis punteras; siempre me había gustado la danza, por eso nunca me había pesado asistir a clase cuatro días a la semana. Pero desde lo ocurrido con mi hermana gemela dejé de encontrarle sentido a todo, e incluso dejé de sentir pasión por el baile. Mis padres se apagaron de golpe y nada de lo que yo hiciera o dijera les venía bien, al contrario, mi madre aprovechaba cualquier momento del día para reprocharme. Nunca lo hizo directamente, pero sabía por la forma en la que me gritaba que me hacía culpable de todo lo ocurrido. Y si con eso no era suficiente, encima yo me repetía noche tras noche que «tenía que haberme pasado a mí y no a ella». Con ese cargo me había tirado muchos años de mi vida, el dejar de hacer lo que de verdad me apetecía por complacer a mis padres, por no decepcionarles, por no darles más problemas ni calentamientos de cabeza; me había mantenido al margen, siempre había intentado ser una hija ejemplar, vacía pero ejemplar, sacando las mejores notas, siendo la primera de la clase, esforzándome el doble en baile y, sobre todo, como persona. Pero nunca había sido suficiente ni para ellos ni para mí. Había intentado sacarlos de ese pozo en el que cada día se hundían un poco más. Pero… ¿Quién me sacaba a mí de ese agujero en el que yo también estaba tan adentro? ¿Quién se preocupa por lo que a mí realmente me apetecía? O el simple hecho de verme actuar en las obras de ballet, porque desde luego mis padres hacía tiempo que dejaron de hacerlo.
Desde que murió mi hermana yo había pasado a ser un cero a la izquierda. Antes del maldito accidente mi madre no dejaba de estar encima de mí; yo era la niña de sus ojos, la que llegaría muy alto en el mundo de la danza y la que sería una gran bailarina: «Pequeña, tienes un don y debes aprovecharlo, estoy segura de que serás lo que tú quieras ser», me repetía sin cesar, y no era que menospreciara a mi hermana, en todo momento nos trató por igual, pero mi madre y yo desde siempre tuvimos algo en común, «el baile». Nos fascinaba por igual, lo vivíamos, lo sentíamos y, por desgracia, ella nunca tuvo la oportunidad que a nosotras desde muy pequeñas nos brindaron, y lo que ocurrió fue que su sueño lo estaba convirtiendo en el nuestro.
Mi hermana Alba era mi pareja de ballet en casi todas las obras; las dos juntas llegamos a hacer unos espectáculos increíbles, aunque ella lo hacía por mí, no porque le apasionara la danza. Éramos inseparables, pero de gustos diferentes; donde iba una allí que iba la otra. Teníamos el mismo grupo de amigos, aunque muy a menudo prescindíamos de él porque nos teníamos la una a la otra como mejores amigas. Desde entonces… una importante parte de mí se fue con ella.
Desde siempre mi casa estaba llenas de normas, reglas y protocolos, desde que nos sentábamos a la mesa a comer hasta que nos íbamos a dormir. Nunca me dejaron ser yo misma y, encima, sin comerlo ni beberlo, de pronto me sentía sola, triste, agotada, sin nadie con quien poder llorar ni con la que desahogarme, sin nadie a la que gritarle y sacar toda esa frustración que sentía por dentro y que cada noche ahogaba a gritos en mi almohada. Por eso, más que nunca estaba decidida a contarle a mis padres que quería dejar la escuela de danza. Desde hacía unos meses había empezado a quererme un poquito más y a decidir por mí misma lo que de verdad me gustaba hacer: «Bailar sin reglas, mamá». Hostia tremenda que me llevé; me caí hasta de la silla en la que estaba sentada. Aunque fue la primera y última recibida en toda mi existencia, me llegó hasta lo más profundo de mi alma. La cara me escocía y me ardía por el dolor; las lágrimas y los sollozos comenzaron a salir desde mi garganta sin poder contenerlos.
—¡Alejandra! ¡Sube inmediatamente a tu habitación y reflexiona sobre lo que acabas de decir! ¡¿Qué clase de educación te hemos dado?! Como para que ahora nos vengas con que estás bailando tirada en las calles como una cualquiera. ¡¿Qué hemos hecho para merecer esto, Señor?!
Mi madre se puso completamente fuera de sí. En la sala solo se escuchaban chillidos, gritos y lamentos; nunca jamás la había visto así, hecha una auténtica fiera. Mi padre, el pobre, no se atrevió ni a abrir la boca; yo me levanté del suelo, dejando la silla ahí tirada y sin dejar de frotarme la mejilla con la mano me sequé las lágrimas que recorrían mi cara por el escozor. Sin decir ni una palabra me fui a mi habitación a llorar con todas mis ganas. No había más que decir, total, mi madre no iba a entrar en razón; ni siquiera me escucharía, es más, no intentaría ni entenderme. Cuando entré a mi habitación cogí la foto de mi hermana y mía, la abracé tan fuerte que noté como el marco de madera se hincaba en mi estómago, me tiré horas mirando la imagen en la que salíamos las dos riéndonos a carcajadas, era de las más recientes y fue después de haber salido de una actuación. Teníamos los mismos rasgos, el mismo color negro de pelo, el mismo verde de ojos, frente pequeña, nariz un poco respingona y labios voluminosos.
Esa noche no dormí, pero sí lloré mucho por la presión que oprimía mi pecho y por esa impotencia que sentía. Después de ver la reacción de mi madre no fui capaz de dejar la danza, pero tampoco renuncié a nada más.

2. ALEX

Mi nombre es Alejandra Almenara, pero todos me llaman Alex, y no por ser la abreviatura de mi nombre sino porque de pequeña cuando me preguntaban que cómo me llamaba siempre decía Alexandra, simplemente porque me gustaba más, era más fácil de pronunciar y porque cuando eres pequeña piensas que las cosas se pueden cambiar así de fácil. Tengo veintitrés años y estoy en el último curso de carrera. Estudio el Grado de Lengua y Literatura, ya que desde siempre me han apasionado los libros, leer y escribir mis propias historias para adentrarme en un mundo distinto al que vivo. Me resulta alucinante ver cómo los autores son capaces de hacerme soñar a través de sus palabras; te emocionan y te ayudan a olvidar este maldito mundo real e insostenible del que vengo. Así que no me lo pensé ni dos veces antes de matricularme en esta carrera, porque algún día me encantaría ser capaz de escribir una historia que provoque mil sensaciones a aquellas personas que la lean.
Me gustan muchas cosas, sobre todo estar activa. Pero lo que más me gusta es tumbarme en la alfombra de mi habitación y tirarme las horas muertas leyendo y soñando despierta. Antes me gustaba conocer a gente nueva, salir con mis amigos y disfrutar de lo que me rodeaba, pero desde lo ocurrido con Alba he preferido la soledad. Si me dijeran que el mundo está a punto de acabarse y que tengo que escoger lo que más me gusta, sin duda elegiría el baile, porque es lo único que me hace sentir completamente libre, cuando bailo me siento grande e inalcanzable; siento cómo esa parte de mí que tengo muy escondida sale a la luz y se expone ante todo el mundo. Cuando bailo… soy yo.
Antes de que mi vida cambiara yo era más atrevida, alegre, divertida, despreocupada y sobre todo risueña. Siempre me reía por todo y en todo momento me sentía capaz de comerme el mundo, pero desde hace tiempo ese tipo de persona se perdió muy dentro de mí: se apagó como el que apaga una luz, incapaz de volver a encenderla nunca más, escondiéndose en alguna parte de mi cuerpo. Fue entonces cuando empecé a pasar desapercibida, a encerrarme en mí misma y a sonreír solo cuando era necesario. Lo único que no ha cambiado son mis ganas de bailar, de sentir la música desde que entra por mis oídos hasta que sale por la punta de mis pies. Es ahí cuando dejo de pasar desapercibida, porque con cada movimiento de mi cuerpo revivo esas cualidades escondidas y encerradas bajo llave; noto cómo desprendo despreocupación y a la vez intensidad, seguridad y pasión; dejo ver ese amor que aún no he regalado a nadie, pero que lo llevo guardado en un rinconcito de mi ser y entonces sale la alegría que un día sentí. Sé que transmito todos esos sentimientos que llevo dentro, porque de lo contrario dejaría de hacerlo.
Cuando entré en la universidad ya era solitaria y aburrida. Mis días eran mecánicos y rutinarios (levantarme, vestirme, asistir a clase, comer, practicar danza, comer y dormir). Solo os digo por pura experiencia que un día lo tienes todo, eres la persona más feliz del planeta, tienes amigos y tienes ganas de comerte el mundo; y al otro día pierdes una parte de ti, y es cuando tú también quieres dejar de existir porque te das cuenta de que así ni puedes ni quieres vivir. Te falta el aire, te ahogas con tu propia saliva, no se te va ese dolor tan intenso que sientes en tu corazón y no dejas de preguntarte: ¿Por qué diablos sigues en este mundo si no quieres seguir viviendo? Así no.
A lo que me refiero con todo esto es que la vida te cambia de la noche a la mañana y los días nunca dejan de ser como una ruleta rusa, que jamás sabes cuándo te tocará perder a ti.
Ahí fue cuando me volví más adicta a los libros. Cada vez que dejaba de escribir o leer la mente volvía al mundo real y me recordaba que seguía sola y entonces volvía a llorar. En esos momentos ya ni sabía cuál era el motivo de mi llanto.

Había cosas que ya estaban superadas, como por ejemplo la muerte de mi hermana.
Más que superado me había conformado, por decirlo de alguna manera, porque no me quedaba otra, que no quiere decir que la hubiese olvidado, eso jamás, pero sí es verdad que el tiempo te da algo sin quererlo, y eso es acostumbrarte a vivir con lo que te deja.
Cada minuto del día me sentía más triste, sin ánimos ni siquiera para vestirme. Y ya ni os imagináis lo que me costaba ir a clase, cruzarme con gente o tener que hablar con alguien: eso me agotaba.
Una noche, cuando estaba en mi cama leyendo, se me vino a la cabeza una idea perversa. Por un momento dejé de leer y seguí pensando en esa sensación oscura. «¿Y si… me hacía daño a mí misma? A lo mejor mi cabeza me dejaría descansar de una vez por todas y así conseguiría dejar de sentirme culpable».
Cuando ese pensamiento cruzó por mi mente me dio mucho miedo, tanto que el corazón empezó a latirme con fuerza. ¿En qué demonios estaba pensando? Ahí fue cuando entendí que necesitaba ayuda y rápido, porque lo que tenía era evidentemente una depresión de caballo; no hay que ser muy listo para darse cuenta de que estás mal cuando empiezas a plantearte cuál es la mejor forma para quitarse la vida.

Gracias al cosmos, a los astros o a la coincidencia divina de esta vida, pusieron a Marta en mi camino en los peores años de mi existencia. Claro, que yo ya estaba en tratamiento psicológico y se podría decir que era un poco más humana y había vuelto a ser más sociable.

3. MARTA

En muy resumidas palabras Marta es una loca del moño con un corazón que no le cabe ni en el cuerpo. Es la persona más alegre y positiva del mundo entero. Siempre tiene ganas de reír, ve la vida de una manera muy peculiar y a todo le saca su propio argumento. Es feliz, y lo mejor de todo es que nos lo contagia. Se podría decir que es la luz que toda persona le gustaría tener para no perderse en su propio camino.
El primer día que vi a Marta fue en la facultad y me quedé embobada, yo y el resto de la clase de literatura inglesa (por su arte y gracia y esas piernas milimétricas dignas de envidiar), aunque llegó tarde y despavorida, con la cara más roja que un tomate y, ahora que la conozco, os puedo asegurar que no precisamente por vergüenza: esa palabra en el diccionario de Marta Guzmán no existe. Me llamó tanto la atención su melena pelirroja (natural), ondulada y larga, que no podía dejar de mirarla.
Pues resulta que se perdió buscando la clase, pero antes se metió en otra sin nada que ver con la nuestra y al darse cuenta salió como alma que lleva el diablo.

Cuando entró se sentó a mi lado; ya que era lo más cercano que pegaba a la puerta.
—Hoy no es mi día. —No dejaba de refunfuñar en voz baja y yo no pude evitar sonreírle.
Sin preguntarle nada me contó que se había perdido tres veces en lo que llevábamos de mañana y estábamos a primera hora. No hay más que decir…
Al terminar la clase, recogí mis apuntes, adornados por decenas de garabatos en los márgenes, y como de costumbre me fui directa a la cafetería. Al igual que todas las mañanas, me encontré en la esquina de siempre al mismo grupo de chicos y chicas de todos los días; parecía que vivieran allí mismo. No suelo fijarme mucho en la gente en general ni la gente suele fijarse en mí, pero había algo en ellos que me traían recuerdos del pasado.
Me dirigí a la mesa de la esquina que había libre y saqué mi libro para enfrascarme de nuevo en su historia, pero ese grupito de chavales llamaba demasiado mi atención para poder concentrarme, no sé si eran sus risas escandalosas o sus charlas animadas en las que todos participaban al mismo tiempo. De vez en cuando escuchaba la risotada de uno de ellos o de todos juntos, entonces no podía evitar levantar la vista de mi libro y sonreír sin darme cuenta. Reconozco que los envidiaba y a veces hasta me molestaban porque me hacían recordar que algún día yo tuve lo mismo que ellos.

Esa misma mañana, cuando alcé la vista allí estaba ella, en medio de todo el meollo de zagales, riéndose a carcajadas y todos siguiéndole el rollo. Nos cruzamos las miradas y me hizo un gesto con la mano para que me uniera a ellos. Hice como que no me di cuenta y seguí con mi lectura. Coincidimos en la siguiente clase y en todas las demás, porque resulta que Marta también estudiaba lo mismo que yo y por lo visto se había mudado aquel verano de Valencia a Madrid a casa de sus abuelos.
En la última clase del día Marta entró por la puerta (esta vez puntual), vi cómo me buscaba con la mirada hasta encontrarme. Sin más, se volvió a sentar a mi lado.
—Antes te has hecho la loca, ¿verdad? Yo es que lo suelo hacer a menudo. —Ese comentario me pilló por sorpresa y no pude evitar sonreírle.
—¡Me has pillado! Soy de las que les encanta pasar desapercibida, lo siento. —No me anduve con rodeos.
—Pues señora desapercibida, encantada de conocerla. Me llamo Marta. —Me extendió su mano mientras me guiñaba un ojo.
—Igualmente. Yo, Alex. —Imité su gesto. Y ese gesto, al igual que ese día fue como un antes y un después en el resto de mi vida.

4. EL GRUPO

—¡Chicos! A veeeer. Un poquito de atención, por favooor. —Marta gritaba mientras daba fuertes palmadas para llamar la atención de todos—. Que os quiero presentar a Alex. Alex, estos son Eric, Carlos, Albert, Sara y Tina.
Todos asintieron con la cabeza, devolviendo el saludo.
—Esta tarde he invitado a Alex al ensayo. Me ha contado que es danzarina, es decir, lleva no sé cuántos años en la danza, y me huele a mí que a esta le corre el ritmo por las venas. No tiene pinta de estirada. —La última frase la dijo en voz baja, pero eso no evitó que me enterara. Carraspeé mientras la miraba con una ceja levantada, haciéndome notar. Aunque lo cierto es que no me molestó, al contrario: me encantó su naturalidad.
—Nos vendrá de lujo para que nos eche un cable con el bloqueo de la coreo de esta semana —añadió Sara con una sonrisa.
Y fue entonces cuando todos comenzaron a preguntarme a la vez cosas sobre la danza, sobre el tiempo que llevaba bailando y si eso de llevar mallas es incómodo o no. Y aunque lo que menos esperaba en esos momentos de mi vida era conocer a gente nueva, todos me lo pusieron muy fácil. Sin darme cuenta, ya estaba integrada en las conversaciones de ese día, y en las del siguiente y en las de todos los demás días. Porque ese rinconcito tan ruidoso y que tanto envidiaba desde hacía semanas también empezó a ser algo mío.
Una tarde quedé con Marta en el barrio de La Latina, en un local vacío de los padres de Eric; bueno, por fuera era un local comercial, pero por dentro parecía un mini gimnasio bien equipado y con espejos en todas las paredes. En una esquina estaban las pesas de diferentes tamaños, colchonetas apiladas y una especie de espalderas de madera atornilladas a la pared. Unos enormes ventanales tapados con papel blanco daban luminosidad a toda la sala. Un local pequeño, pero con el espacio suficiente para moverse. Ese lugar tenía un ambiente que me gustaba. Desde que entré por la puerta sentí que empezaba a formar parte del grupo, era una sensación familiar, como si en algún momento de mi vida ya hubiera sentido esas emociones. Y de pronto me vino a la cabeza una imagen de mi preciosa Alba sonriendo. Sí, ella me hacía sentir así… «arropada».
Los chicos me saludaron nada más verme entrar con Marta, y para el que no se percató de nuestra llegada ya se encargó ella de llamar su atención. En la sala de los espejos se encontraban Eric, Albert y Carlos; aún faltaban las chicas por llegar. Estos se acercaron hasta nosotras y en ese preciso instante alguien de ojos muy azules llamó mi atención. Cuando crucé la mirada con la de Eric una especie de corriente eléctrica subió por mi columna vertebral. La primera vez que un acto tan insignificante había provocado tanto en mi cuerpo. En aquellos momentos su mirada era intensa y profunda, como si tratara de leerme el pensamiento o más bien ver más allá de mi camiseta blanca y mis vaqueros ajustados. Notaba cómo su mirada fija se clavaba en mí mientras yo terminaba de saludar a los demás y, al girarme de nuevo, volví a cruzarme con sus ojos recorriéndome de arriba abajo. Aunque yo no es que me quedara atrás; no pude evitar hacerle un escáner completo. Su cuerpo era como si te susurrara «mírame y no me toques, porque si lo haces te derrites, nena». Eso sí, los tres tenían un cuerpazo de escándalo y sus caras, por generalizar un poco, parecían de modelos sacados de una conocida revista de moda. Ese estilo desaliñado (pelo incluido) creo que es lo que les hacía más irresistibles.
Todos se repartieron por la sala para seguir trabajando sus cuerpos, menos Eric que se quedó justamente enfrente de mí.
—Entonces… ¿me vas a enseñar lo que sabes hacer? —me soltó con un tono pícaro. En ese instante el vello de todo mi cuerpo se erizó, tuve que toser con disimulo para volver a tener el control de mi pensamiento.
—Pues… no creo que mi estilo sea el vuestro, aunque dicen que de las mezclas sale lo sorprendente, ¿no? —Le dediqué un guiño y enseguida me marché en busca de Marta, dejándolo allí plantado en mitad de la sala.
Ese día descubrí que Eric me excitaba con solo mirarme. Y lo que no pude sacarme de la mente desde ese momento era lo que su mirada le provocaba a mi cuerpo. Sus ojos de un azul intenso iban a juego con una preciosa sonrisa, de dientes perfectos y labios exóticos. Que alguien me atrajera de aquella manera era totalmente nuevo para mí.
Era evidente que nos gustamos nada más vernos, pero ahora que los meses han pasado de aquel primer encuentro, sé de sobra que es un pícaro de mucho cuidado, en varias ocasiones he tenido la oportunidad de darme cuenta de que le encantan las mujeres más que a un niño una piruleta. Es una pena que él sea así, porque de lo contrario hubiésemos tenido algo muy especial.
Marta me cogió de la mano para que la siguiera. Quería enseñarme el resto del local antes de que llegaran todos.
—Esta es la sala donde nos pasamos las horas muertas moviendo el culo, esta puerta da a un baño y esta de aquí a un almacén. La segunda es una oficina, pero la utilizamos de trastero para meter todos los chismes que no necesitamos. —Y mientras ella hablaba y me explicaba yo asentía con disimulo sin poder quitarle el ojo a Eric.
—Este sitio es genial, no parece que aquí haya habido una tienda —le respondí, mirándolo todo con atención mientras ella me sonreía con satisfacción.
Cuando llegaron las chicas se hicieron notar desde que entraron por la puerta; venían pegando unas carcajadas que se escuchaban desde lo más lejos de la calle. Marta corrió hacia ellas y luego las tres se abrazaron.
—¡Petardas! ¡Siempre llegáis tarde! —Se dieron un piquito las tres a la vez y luego se troncharon de la risa.
Allí dentro se respiraba un ambiente tan divertido y tan sano que parecía sacado de una serie de adolescentes. Sara y Tina se acercaron animadas hasta mí para saludarme con esa alegría despreocupada que yo envidiaba. Las dos parecían modelos de pasarela Cibeles, tenían su estilo tan propio que era imposible de copiar y aunque el mejor actor quisiera imitarlas, no podría. Sara era un poco más morena y más bajita, con el pelo corto, como el de un chico. Ese corte hacía que resaltasen aún más los rasgos de su cara y de su piel morena. Unos tatuajes originales le recorrían gran parte del brazo derecho, donde se perdían hasta por debajo de la camiseta. Y Tina ídem de lo mismo: tatuajes indescifrables recorriendo sus brazos y cuello; su pelo estaba peinado a lo afro, de color miel con mechas más claras en las puntas y ojos verdes rasgados.
—Bueno… —Marta empezó a frotarse las palmas de sus manos, llamando nuestra atención, y a los pocos segundos todos nos juntamos en el centro de la sala.
—¡Ya estamos todos, por fin! Alex —se dirigió a mí directamente—. Te resumo por encima… Tenemos un problema grandísimo, que digo grandísimo… ¡Enorme!
Me decía aquello poniendo los brazos exageradamente abiertos, para que me imaginara el tamaño de su problema, mientras yo intentaba poner todos mis sentidos en lo que decía para no perderme.
—No sé si has oído hablar del festival internacional que se celebra en Brasil entre el trece y el dieciocho de junio, en Río de Janeiro. Acoge la séptima edición de Rio H2K. Por lo que a finales de abril se celebran las primeras competiciones, las cuales tenemos que ir pasando para poder llegar al campeonato final… Y queremos hacer algo grande, algo diferente, algo que sorprenda, pero, sobre todo, algo intenso. Un baile que guste tanto que ponga de punta hasta los pelos del culo. —Todos reímos por sus comparaciones absurdas.
Marta siguió contándome que eran muy buenos, que empezaron compitiendo en las calles y poco más, pero que desde hacía unos meses solían ir al Rinch todos los fines de semana, una discoteca muy conocida en el barrio más cotizado de Madrid, donde está todo el glamur concentrado de la capital.
—Pero ir allí vale una pasta y sobre todo cuesta trabajo entrar —le afirmé.
—¿No me digas? Princesa, que tenemos pase VIP y no precisamente por nuestra pasta. Desde que nos dimos a conocer el Rinch es nuestra segunda casa, nos contrataron para animar a la gente a competir bailando. —La miraba extrañada, como si me estuviera hablando en un idioma desconocido y ella continuó—: El Rinch, aparte de ser la discoteca más glamurosa de todo Madrid, como ya sabrás, es muy conocida por sus batallas de baile, más exactamente de danza urbana. Baile callejero, nena. Mezclan el glamur con lo salvaje.
Me aclaró al ver la cara que se me quedaba de paleta al no entender bien de qué iba todo aquello.

5. TRES, DOS, UNO… ¡A BAILAR!

Marta le dio al play… Y en tres, dos, uno empezó a sonar un remix de música. Primero muy suave, y con ella iban siguiendo los movimientos de cada uno, todos al mismo ritmo: misma conexión y misma intensidad. Los chicos estaban colocados en la parte de atrás; Tina, Marta y Sara en la parte delantera. Todos en forma de zigzag iban alternando los pasos; la música se aceleraba poco a poco y con ello sus movimientos, cada vez más agitados. Ellas tres se movían todavía más conectadas, como si se tratase de una única persona con un mismo objetivo, y los chicos desde atrás seguían sus pasos y de vez en cuando alternaban alguna que otra voltereta en el aire. Ninguno perdía el ritmo; todos al mismo compás. Mi cara era todo un poema, a la que le seguía una sonrisa de oreja a oreja, la cual no me dejaba parpadear. Me encantaba lo que estaba viendo, tanto que apoyé mi espalda en la pared y me dejé caer hacia el suelo por pura inercia. Me quedé sentada, con la mirada clavada en aquellos seis cuerpos que no dejaban de bailar. Hasta que no acabaron la maravillosa coreografía no pude cerrar la boca de la impresión.
—¡Venga, pequeña! ¡Ahora te toca a ti! —Marta lo debió de leer en mi rostro porque vino directa hasta mí. Aún con la respiración agitada por el esfuerzo y con el pelo alborotado, me cogió de las manos y sin dejarme responder, tiró de mí hasta levantarme de un salto—. Te enseño los pasos rápido y después los entrelazamos todos con la música.
—¿Qué dices? —reaccioné a tiempo—. Yo eso no…, no voy a saber hacerlo. —Le respondí con titubeo, negando también con mi cabeza, aún aturdida por la emoción y la sorpresa.
—¡Ya verás! Es muy fácil, solo escucha la música y déjate llevar. —Tina, desde atrás, me animaba.
—En serio, lo que yo hago es muy diferente a lo que acabo de ver. Me tengo que ir a clase, ¡mañana nos vemos!
Y salí corriendo.
—Pero… ¡Alex!
Escuché mi nombre a lo lejos. No me volví y seguí corriendo sin parar hasta llegar a la escuela.

***

En nada se parecía lo que acaba de ver con lo yo hacía día tras día en la escuela de danza. Ellos cuando bailaban eran auténticos: se les notaba que disfrutaban con cada movimiento que les permitían sus articulaciones; trasmitían tanta fuerza, tanta pasión y tanta seguridad en sí mismos, que realmente asustaban. Cuando yo bailo mi cabeza es la que manda en mi cuerpo (espalda recta, brazos estirados, barbilla cerca del esternón, sissone, cabeza erguida, demi-plié…); ellos, en cambio, bailaban con el alma, con el corazón, con los sentimientos. Y Marta diciendo… ¿que solo me deje llevar? ¡Ja! Me he tirado parte de mi vida acatando órdenes y rectificando cada una de mis posiciones como para ahora dejarme llevar sin más, como si eso fuera tan fácil.
Y no es que esté diciendo que no me gusta lo que hago, para nada: la danza me encanta y es mi vida, pero es algo tan diferente que no se puede comparar. Son como dos polos opuestos, como la noche y el día, como la muerte y la vida, como el amor y el odio, pero al fin y al cabo dos polos que se atraen. La danza es sofisticación y el street dance es la locura total. Cuando bailo también siento, pero mi cabeza me impide dejarme llevar, mi mente solo trata de corregir movimientos erróneos. Y lo que acababan de ver mis ojos y de sentir mi corazón no lo había vivido jamás de esa forma. Solo la vez que mi madre me llevó a ver mi primera obra sentí algo parecido en el estómago y, desde entonces, supe que quise bailar y volar como aquellas bailarinas que parecían pura seda.
Esa tarde cuando los vi a todos bailar empecé a notar una especie de cosquilleo dentro de mí, una especie de sentimiento que se agarraba con fuerza a las paredes de mi estómago, como una corriente de calor que recorrió toda mi espalda, como una mezcla de todos los sentidos juntos.
Y en especial cuando vi a Eric bailar, tuve que tragar con dificultad para no atragantarme con mi propia saliva. Si con solo su mirada mi cuerpo se encendía como una bombilla, imaginad lo que podía hacer con sus movimientos.
En aquellos momentos no llegué a entender qué fue lo que me hizo salir de allí corriendo; ahora he podido comprender lo que me pasaba. Y es que… yo era nueva en sentir ese tipo de emociones, llevaba tiempo sin experimentar esa clase de sensaciones. Y lo que empecé a notar en mi cuerpo, no me era familiar. Me asusté y corrí como una tonta hasta que llegué a comprender que eso era agradable y que quería un poco más.
Y… ¿por qué no dejarme llevar?

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Nosotros al descubierto

La primera parte de varias historias de superación y realidad social

Primera parte de la bilogía NOSOTROS

PARTE I 

1. CLAUDIA 

Este ha sido mi tercer intento y no lo he conseguido. Sé que también habrá un cuarto e incluso un quinto y puede que a la décima lo consiga. Tal vez, puede que solo se queden en intentos y que no tengan ese final que en tantísimas ocasiones he imaginado… 

Puede que, al igual que las otras veces, no lleguen a nada por el simple hecho de que soy una cobarde, porque no tengo las suficientes agallas como para llegar hasta el final. Sí, ese final que tanto deseo, final en el que dejaré de existir para siempre… 

Eso también me da miedo. 

Está decidido, mi única solución para acabar con esta profunda angustia y este dolor tan insoportable que cada día me martiriza sin ningún control, sin saber cómo diantres dominarlo, está en el glorioso suicidio. 

Pensar en eso me alivia, ese pensamiento de quitarme la vida para dejar de sentir asco cada vez que me miro al espejo cruza por mi mente a cada minuto del día. Es ahí donde encuentro la solución de ponerle el punto final a todas estas pesadillas que me provocan un dolor constante y que me amargan el paso de mi existencia. 

Si lo consigo… acabaría este miedo que siento, esa repugnancia que me provoca el sexo opuesto, esa impotencia de no haber podido evitar nada… Dejarían de temblarme las manos cuando visualizo aquel momento en el descampado. Ese momento que me quema el alma, que me desgarra las entrañas y que me hierve la piel cada vez que pienso en esas sucias y asquerosas manos recorriendo con impaciencia todo mi cuerpo. 

Quiero dejar de existir para dejar de sentir, para dejar de pensar, para borrar ese recuerdo tan ácido de mi memoria. 

Y yo me río de los que dicen que la vida es bonita y corta y que por eso hay que disfrutarla… 

¿Qué cojones sabrás tú de la vida? 

No fue premeditado. 

Ese día no había planeado nada, simplemente me salió del alma. Lo que sí es cierto es que fue de una manera meramente impulsiva, por lo que eso la hizo ser diferente. Me sentía más segura que nunca, estaba decidida a llegar hasta el final. Y, esta vez, también fue fácil… 

Como siempre, me encontraba sola en casa. A esa hora la abuela estaba despachando en la tienda. Aunque la casa estaba pegada al local, sabía perfectamente que no habría nadie. Entré en la cocina y cerré la puerta tras de mí, abrí la hornilla y me senté al lado para que todo fuera más rápido. Ya solo quedaba esperar para entrar en ese profundo sueño. En eso que todos llaman «la muerte dulce». 

Jamás lo había tenido tan claro. De una cosa estaba segura y es que necesitaba huir de mí misma, de mis demonios que me atormentaban constantemente, necesitaba quitarme esas imágenes que directamente no se iban de mi cabeza desde lo ocurrido. Cada vez que la historia se repetía en mi mente se me revolvía el estómago, se me encogía el pecho por la angustia e impotencia que eso me producía. Un ardor que me quemaba subía y bajaba por mi esófago a sus anchas, después venía la rabia por ser tan frágil y las ganas de llorar me envolvían de nuevo. 

Huía de ese miedo continuo que sentía cada vez que me imaginaba a alguien poniéndome su maldita mano encima, miedo a que me dañaran tanto por fuera como por dentro. 

Me habían destrozado la vida, me habían anulado como persona y como ser humano… Odiaba este mundo con todas mis fuerzas, pero más odiaba a esas dos personas que me habían hecho tantísimo daño. 

Sentía asco de mí misma y de mi cuerpo, me daba asco el mundo entero. Ese sentimiento oprimía constantemente mi cuerpo, un sentimiento profundo y cargado de dolor se apoderaba a cada minuto de mí. 

Luego estaba ese horroroso vacío que me habían dejado mis padres al marcharse de mi vida de esa manera tan rápida y cruel… 

Cuando tuve mi primer intento de suicidio fue a las dos semanas de su muerte. Lo hice porque yo también quería irme con ellos, no quería un mundo sin esas dos personas a mi lado… Ese día, me recosté en la cama de la abuela, me gustaba hacerlo porque la almohada olía a ella, olía a vainilla y a jazmín. Me recordaba tanto al olor de mi madre que no podía ser mejor lugar para tomarme todas las pasillas de golpe y dejar de existir. 

Pero… ella me encontró tumbada en su cama y al momento supo lo que estaba sucediendo. 

No recuerdo más de ese día, de lo único que me acuerdo es de despertarme en aquella fría habitación de hospital y verla a mi lado, luchando por mí, por mi vida…, cuidando de su única nieta. 

2. MARÍA 

Me despierto con el primer toque del despertador, me estiro y repito el mismo ritual de todas las mañanas. 

Me siento con las piernas cruzadas encima de la cama y me dedico unos minutos a mí. Cierro los ojos y pongo la espalda recta, me centro en el tictac del reloj que tengo en la mesita de noche y cuento tres respiraciones conscientes. Luego inhalo durante unos cuatro segundos, hago una pequeña apnea y exhalo también en ese mismo tiempo. Repito este mismo ejercicio de respiración tres veces más para luego respirar con normalidad. Inspiro dirigiendo el aire hacia mi corazón, noto cómo entra el frescor por mi nariz y espiro a la vez que siento cómo el aire templado sale de mi cuerpo. 

Quince minutos es lo que le dedico a relajarme todos los días de la semana. Llevo dos años haciéndolo, más bien desde que leí el libro El arte de sentirse bien. Un libro que me ayudó en momentos difíciles, en los cuales ni el psicólogo era capaz de hacerme ver la vida tal y como es, bonita, por el simple hecho de que ya solo dependía de mí y no de un profesional. 

La muerte repentina de mi padre nos afectó mucho a mis hermanas, a mi madre, pero sobre todo a mí. Porque mi padre y yo teníamos una especie de conexión fuera del alcance de cualquier persona. Podía leerme la mente con solo mirarme a los ojos y la unión que nosotros teníamos era tan diferente a la de mis hermanas que incluso ni con mi madre la tenía. 

Su muerte fue algo tan inesperado que nos cambió la vida a todas. Dejamos de juntarnos los domingos para comer, mis hermanas se centraron en sus hijos y su familia y fuimos mi madre y yo las que nos quedamos solas en nuestra casa adaptándonos a la maldita situación. 

Mi preciosa madre dejó de ser ella, dejó de cocinar, de vestirse y de salir de casa. La cama la consumía día tras día, así que tuve que tirar de ella y a la vez también de mí. Yo volví a ir al psicólogo y pude arrastrarla a que viniera conmigo, eso le ayudó incluso más que a mí… Yo aún me encontraba perdida y fue entonces cuando comencé a adentrarme en el mundo del crecimiento personal, la meditación, el yoga y todo lo que tuviera que ver con mirar la vida de otra manera. 

Todo eso me ayudó a sobrevivir y ahora intento ponerlo en práctica cada día. Porque me hace sentir bien, centrarme en mis pensamientos y disfrutar de esas cosas insignificantes de la vida. 

Adentrarme en este mundo me devolvió esa seguridad que de pequeña me arrebataron y en su momento fue mi padre quien me hizo creer de nuevo en mí. Y ahora, de mayor, con su muerte y el recuerdo de un pasado que me persigue constantemente como un monstruo, vuelvo a recaer en ese mundo de inseguridades. 

Desde hace dos años intento ser yo…, sigo luchando por mis cambios de estado repentinos, por mi ánimo, y aún sigo buscándome… 

Después de esos quince minutos de meditación mi día pinta mucho mejor. Me levanto de la cama y subo las persianas. Ilumino todo el piso con la luz del día. Me encanta la luz natural y me encanta mi piso. Una ducha, un café solo y mis labios pintados de color cereza me hacen sentir un poco más grande. Me visto con lo último que me he comprado y termino escogiendo los tacones que mejor le van a esa ropa, los de imitación de serpiente. Salgo a la calle y espero a Víctor, mi compañero y amigo. Vive a dos calles de mí, así que cada semana nos alternamos los coches para ir a la empresa. 

Mi trabajo me encanta, es de esos con los que cualquier persona soñaría recién salida de la carrera. Trabajo en el departamento de marketing de una de las revistas más cotizadas de todo el país. Y, aunque somos todo chicas menos Víctor, se trabaja bien y a gusto… Bueno, aunque, si por mí fuera, echaría a alguna que otra lagarta a la calle…, pero por lo demás no me puedo quejar. 

—Hola, princesa —Víctor me saluda con esa sonrisa tan perfecta, parece un maldito actor buenorro, pero es el hermano de una de mis mejores amigas, así que para mis ojos él no es hombre, él simplemente es Víctor… Nuestro Víctor—. Qué guapa estás, ¿quién diría que vas a la oficina a trabajar? Yo ese modelito me lo hubiese puesto para la boda de la infanta, por lo menos. 

Me río, siempre me hace reír con sus comentarios, aunque, a veces, también me toca los ovarios y mucho. Pero le quiero, porque no solo es mi amigo, él es… parte de mi familia. 

Escucho voces de fondo, Víctor acaba de entrar corriendo a mi habitación para meterse conmigo en mi cama. Yo lo acurruco entre mis brazos y le pregunto si quiere que le cuente la continuación del cuento de la noche anterior. El pobre asiente; me mira con sus ojitos verde esmeralda envueltos en lágrimas. 

3. JULIA 

Otra vez lo han vuelto a despertar los gritos incesantes de nuestros padres. No entiendo por qué se gritan, ni siquiera sé por qué se pelean constantemente. Tan solo soy un año y medio mayor que mi hermano, pero lo suficiente como para darme cuenta de que en esta casa algo no va del todo bien. Los gritos vuelven a oírse en el eco de las paredes junto con lo que parecen ser jarrones o platos estrellándose contra el suelo. Víctor se agarra fuerte a mi cuello y yo lo abrazo, protegiéndolo de todos los males. Para tranquilizarlo, le propongo un juego y mi pequeñín acepta. 

El juego consiste en imaginarse un lugar diferente cada vez que le dé miedo y luego lo pintaremos juntos y de todos esos lugares escogeremos el que más nos guste y será el que algún día visitaremos. 

—Y ahora cuéntame a dónde te gustaría viajar en estos momentos, mi pequeño…—le digo mientras le acaricio su pelo negro. 

—Quiero ir al país de los ositos. —Y al escuchar su vocecita me provoca una ternura que no puedo evitar abrazarlo con más fuerza. 

—Ese lugar me gusta… tendremos que escoger a algún amigo para que nos acompañe, ¿no crees? —Y mi hermano asiente mientras imagina ese mundo lleno de osos—. ¿A quién quieres que nos llevemos? 

—A… Copito de Nieve y Rosita, y también a Cariñoso, Gordita y Grandullón… —Me río por lo inocente que es y se me encoge el corazón solo de ver lo que le hacen pasar esas dos personas egoístas que tenemos como padres. No se lo merece y tampoco nos merecen. 

—Creo que van a ser muchos acompañantes de viaje. Pero no pasa nada, porque, ¿sabes qué? 

—¿Qué? —me pregunta intrigado. 

—Que…, pensándolo mejor…, creo que… para el viaje podemos alquilar un autobús y llevarnos a todos los ositos de tu habitación. 

—¿En serio, Julia? ¿De verdad podremos llevárnoslos a todos? —A mi pequeño se le ilumina la cara solo de saber que sus adorables peluches lo podrán a acompañar en nuestro superviaje… 

Me despierto de golpe y sudando. Otra vez esos sueños que no dejan de transportarme al pasado…, otra vez esas pesadillas…, pesadillas que fueron reales y ahora persisten en mi pensamiento. 

Y otro extraño en mi cama, de este tampoco recuerdo su nombre…, parece guapo. Me quedo un rato mirando la cara del invitado y el agobio comienza a apoderarse de mí porque no lo conozco, bueno, en parte sí. Lo conocí la noche anterior, pero, al ir como una maldita cuba, apenas recuerdo nada… Siempre me pasa, por eso termino echándolos a todos de mi cama, de mi casa y de mi vida. 

—Eh…, oye… Perdona… —Intento despertarlo. Ni siquiera recuerdo cómo llegamos hasta mi cama, pero sé que es el camarero del último garito en el que estuve anoche. 

El chico se revuelve en mi almohada. 

—Hola…, morena… —Se despereza un poco más y luego me da un suave beso. Sonrío porque después de la noche que hemos pasado no quiero ser maleducada. Pero quiero que se vaya. 

—Emm… Perdona que te despierte…, pero es que me tengo que ir a trabajar y mi madre está a punto de llegar, así que te tienes que ir. 

Salgo de la cama y comienzo a vestirme rápidamente. 

—¿Vives con tu madre? —pregunta mientras sale despacio de entre las sábanas. Le miro el torso y ahí se puede hasta rayar queso. ¡Sí, señor! Qué buen gusto tengo… 

—Ajam… —miento. Le paso su ropa. 

—Creo que anoche me dijiste algo de tu compañera de piso… 

—Bueno, sí, es que es como si fuera mi compañera de piso —vuelvo a mentir y lo saco de la habitación tirando de su mano para que se dé más prisa mientras este continúa poniéndose la camiseta por el camino. 

Me voy directa al baño porque paso de que me pregunte nada más. Cuando salgo, el chico está en la puerta del piso, apoyado en la pared esperando a que le despida. Con la cara ya lavada y el moño en lo alto de la cabeza me acerco para decirle que ya quedaremos…, pero este me sorprende cogiéndome por la cadera de un modo cariñoso. 

—¿Te apetece un cine esta noche? —Umm. Mierda, no, no me apetece… ¿Por qué los tíos no entienden que es un polvo de una noche y ya está? No hay más donde rascar. 

—Pues esta noche… tengo cena de chicas… —finjo como una bellaca. 

—Bueno, pues mañana u otro día, no importa…, pero me gustaría volver a verte. 

—Déjame tu número y te llamo… —Le sonrío para parecer más convincente. Pobre… 

El chico sin nombre, por fin, queda convencido y con una sonrisa se marcha de mi casa. 

Y yo… me vuelvo a la cama muerta de sueño. Tengo que dejar de hacer eso porque esto tampoco me hace sentir mejor, ni siquiera me acuerdo bien de la noche anterior y… odio esta maldita sensación de vacío. 

4. VÍCTOR 

—Pásame esa mierda, tío. —Cuando tengo el porro entre mis dedos le doy una profunda y larga calada y eso me alivia, aunque a la vez me quema por dentro. 

Sé la porquería de vida que he elegido y ya creo que no hay vuelta atrás… 

—Colega, pásamelo, que te lo vas a hincar tú solo. —El Coletas me pega un codazo y se lo paso dándole antes otra rápida calada. Luego doy un trago a la litrona que tengo ya caliente en el suelo mientras veo cómo un grupo de nenas se nos acercan. 

—Hola, Snake… —Yoli me saluda y me quita la cerveza de las manos. Le pega un trago manteniéndome la mirada y luego me la devuelve relamiéndose los labios con su lengua. Esos labios que tienen tanta fama de chuparla mejor que nadie en todo el instituto. 

—Hola…, bebe si quieres, no te cortes —le digo con sarcasmo, y esta me sonríe y no lo entiendo, porque lo que acabo de hacerle es pegarle un corte para que se vaya por donde ha venido. 

—Nunca me corto, tranquilo. —Me sonríe de manera provocativa. 

No le devuelvo la sonrisa, solo me limito a levantar la ceja por inercia. 

—Oye…, me han dicho que te acabas de hacer un tatuaje nuevo que mola un montón. 

Esta, sin ser invitada, se me acopla a mi lado y me pone su zarpa encima de mi muslo. 

—También tengo otra cosa que mola mucho más. 

Y al decir esto todos mis colegas ríen, y ella también. Tampoco lo entiendo, porque estoy burlándome de ella. 

—Pues eso también me gustaría verlo… —Se muerde el labio y aprieta mi muslo entre sus dedos. 

Todos empiezan a aplaudir y a hacer ruidos exagerados con la boca. 

No es que no me gusten las tías, sobre todo las de pechos grandes, y esta víbora los tiene… y muy grandes. Pero paso de ella. 

Antes de juntarme con esta peña que solo fuman porros y beben hasta quedar tan colocados que no se acuerdan ni de su nombre verdadero, sino solo de esos apodos que se han ido inventando porque así dan más respeto, yo era…, simplemente, diferente… O por lo menos iba a clase y trataba de sacar las asignaturas. Era en aquella época cuando siempre veía a las matonas de turno burlarse de los más frágiles, reírse de los más vulnerables y hacerse las gallitas con los empollones para quitarle cosas que a ellas les entraban por el ojo. Y Yoli era y sigue siendo la cabecilla de ese grupo o más bien del rebaño que le sigue a todos lados. Creo que siempre ha sido y será su única aspiración, creerse alguien en la vida; pero lo más triste es que nunca será nada…, como yo. 

Ahora me llaman Snake por mis ojos, o tal vez por el veneno que llevo dentro… ¿Quién sabe? 

Me repatea cada vez que veo asomar a esa tipa con esa sonrisa en la boca creyéndose que se va a comer el mundo cuando lo único que se va a comer es una mierda o, mejor dicho, una tranca bien grande, porque eso es lo que va pidiendo a gritos. 

Yoli es mayor que yo y mayor que todos los que estamos aquí… Sé lo que quiere de mí y, directamente, paso. 

Cuando miro a mi derecha, ya no está. 

— ¿Y esta…? ¿Se ha bebido su propia sangre de víbora de tanto morderse el labio y se ha envenenado? 

Todos ríen al escuchar mi comentario y yo sigo bebiendo desganado… Porque así es como me siento todo el puto día. Desganado con la vida, con mis días y con el mundo entero. Pero ya he elegido el camino y ha sido el de no hacer nada y dejar que pasen los días… 

—Tío, yo no entiendo cómo no te la trincas ya de una vez, si te lo está poniendo tan a huevo. 

—Porque se lo pone a huevo a todos y eso es aburrido —digo sin más—. Me piro, tíos… 

Me choco los puños con los chicos y me dirijo hacia mi moto; cuando me estoy poniendo el casco siento unas manos por mi cintura y unas tetas pegadas a mi espalda. 

—¿Te vas sin enseñarme tu tattoo? —Una voz femenina que me repele ronronea a mi espalda. 

—Otro día, ahora me esperan… —Y, dicho esto, me suelto de sus zarpas, me subo en mi moto y arranco dejándola allí plantada. 

Llego a casa, colocado y medio borracho. Dejo la moto en el garaje junto al porche de mi padre y al Mini de mi hermana, subo las escaleras de dos en dos y entro directo en mi habitación sin decir a nadie que he llegado. 

Total, mi padre andará en su despacho o hablando por teléfono sin parar y mi hermana… no quiero que me vea así, ella no. 

Me quito la camiseta y me tiro en mi cama, me pongo los cascos y subo el volumen de mi móvil a toda pastilla para no pensar en nada. 

—¡¿Pero se puede saber qué mierda es eso?! 

Cuando abro los ojos, me encuentro a mi hermana echa una fiera encima de mí tratando de bajarme el pantalón. 

—¡Víctor! ¡Tú eres imbécil, ¿verdad?! —Julia consigue bajarme los pantalones. 

—¡¿Se puede saber qué pasa contigo?! —le suelto enfadado. 

—¡¿Y a ti…?! ¡¿Se puede saber qué demonios te está pasando en la cabeza?! 

Hace tiempo que no veía a Julia tan enfadada conmigo. 

—Nada que a ti te importe. ¡Déjame en paz! 

—¡¿Estás hablando en serio?! ¿Te crees que te puedo dejar en paz con tu cabeza llena de pájaros? ¿De verdad piensas que si no me importaras una mierda estaría así después de ver el tatuaje tan horrendo que te has hecho? Y, para colmo, no es una serpiente que te asome por el vientre, sino que es una jodida anaconda que te baja por todo el muslo. 

La miro y no le digo nada, aunque no me guste verla así conmigo. 

—¿Te crees que no sé por qué te lo has hecho? —Y continúa con su regañina—: ¿En serio te piensas que no sé a qué se debe esa actitud de arrogancia y de «paso de todo»? ¡Sé que te llaman Snake! Y que ese maldito tatuaje te lo has hecho para encajar en ese grupo de «ninis» que no son nada y nunca llegarán a nada. 

No le respondo porque me sorprende que tenga razón, pero en ese momento paso de reconocerlo. Me pongo los cascos y la ignoro… Y me siento mal, aunque quiera aparentar todo lo contrario. 

Ella es la única persona que se preocupa por mí desde muy pequeño. Desde que mis padres discutían a voces y se machacaban la vida uno a otro sin importarles el ambiente donde estaban creciendo sus hijos. Ella es la única que ve al Víctor de siempre, ella es con la que a veces puedo seguir siendo yo… La que de pequeño me acunaba y me contaba cuentos para dormir porque los gritos de mis padres me despertaban asustado… Ella lo era y lo es todo para mí, y hasta eso con el tiempo también lo estoy perdiendo, porque la estoy cansando con mi actitud y mi silencio. 

Después de esa discusión, Julia tardó en volverme a dirigir la palabra, pero al fin lo hizo…, y yo me alegré, aunque no lo demostrara mucho con mi actitud. 

En esos años, cuando se dirigía a mí para contarme algo o para gastarme alguna broma, su mirada me hablaba de súplica, pero sus palabras callaban… y yo era incapaz de hacer nada. 

Esa parte de mí la odié tanto que aún lo recuerdo como una de las peores épocas de mi vida. Época en la que me perdí y tardé en encontrarme… Pero me encontré. 

5. DAVID 

En el baño de aquel yate de lujo lleno de niños pijos, donde las tías parecían muñecas recién sacadas de su caja de cristal que aparentan no haber roto un plato en su vida; las mismas que se te rifaban para que las invitaras a una raya de coca y no porque les faltara el dinero…, sino para seguir aparentando que son las hijas ejemplares de papá… Pues precisamente ahí estaba yo cuando recibí esa inesperada llamada. 

Las siete de la mañana, la música del after retumbando por las paredes del barco, la gente moviéndose por todos lados, todas las esquinas ocupadas y mi móvil vibrando como un loco en el bolsillo de mi pantalón. 

Ni siquiera me di cuenta… Fue una tal Azucena o Margarita, no recuerdo su nombre o creo que ni siquiera se lo llegué a preguntar, pero fue esa chica que tenía pegada como una lapa la que se percató de que me estaban llamando. 

Al principio no le eché mucha cuenta y seguí devorando el cuello de mi acompañante, pero su insistencia fue lo que me hizo sacarlo del bolsillo de mala gana para ver quién me estaba molestando a esas horas. 

Cuando vi el nombre en la pantalla de mi móvil, me temí lo peor. Que Teo, la mano derecha de mi padre, me llamara a esas horas no era normal. Muy a mi pesar aparté como pude a la chica que tenía enroscada en mi cuerpo; ella se quejó y yo la ignoré. Salí de las cuatro minúsculas paredes que formaban el baño y busqué algún sitio libre. 

—¡¿Sí?! —grité mientras me tapaba con la mano libre el otro oído. 

—¡¿David?! 

—Sí, te escucho… ¡Dime! 

—¡David!, soy Teo, no te escucho bien… 

Al no encontrar ningún hueco libre, corrí escaleras abajo para refugiarme del sonido de la música y del bullicio, pero era casi imposible, había ruido por todas partes. 

—¡Teo! ¡¿Me escuchas ahora?! —volví a gritar más fuerte. 

—¿David? Hay mucho ruido de fondo y a ti te escucho entrecortado. 

Me moví de un lado a otro con el móvil en alto buscando alguna raya más de cobertura… 

—Hijo, no sé si me estás escuchando…, pero necesito decirte algo. —Teo se tomó unos minutos—. Tu padre ha muerto, David. 

Se hizo el silencio al otro lado de la línea durante unos segundos de más y continuó hablando. 

—Siento darte esta noticia por aquí y más de esta manera. Pero ha pasado todo muy deprisa… Llámame cuando puedas, por favor. Me gustaría hablar contigo más tranquilamente. 

Entonces es cuando el corazón se me paralizó, la sangre dejó de correrme por las venas, mis oídos dejaron de escuchar… Y mi cabeza solo procesó esas cuatro palabras: 

«Tu padre ha muerto», «tu padre ha muerto», «tu padre ha muerto»…

¡Quiero leer toda la novela!

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Recuerdo para no olvidar

𝙍𝙚𝙘𝙪𝙚𝙧𝙙𝙤 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙣𝙤 𝙤𝙡𝙫𝙞𝙙𝙖𝙧

1. FEBRERO

Viernes, 1 de febrero de 2019

¿Alguna vez te has sentido decepcionada con alguien?

Yo sí, conmigo misma.

Comenzaré por el principio de todo. Por un viaje que tengo que describir porque no quiero olvidar detalle. Necesito recordar las maravillas que han visto mis ojos y las emociones que ha sentido mi corazón desde que puse un pie en el avión. Cuando me senté en mi asiento favorito, junto a la ventanilla… en ese mismo instante en que mi vista se desplazó al exterior de ese pequeño recuadro sentí una punzada de abismo. Hacía ni más ni menos siete años que había dejado de viajar. En todo ese tiempo había dejado de hacer muchas cosas que me apasionaban: había dejado de vivir emociones, de conocer ciertas maravillas que ni siquiera sabemos que están ahí si no las buscamos. Me había convertido en una persona vieja y hogareña cuando yo era de esa clase de personas que cada vez que ponía un pie en la calle era para comerme el mundo. Y todo esto tenía un nombre: Marcos.

Marcos fue durante siete años mi pareja, mi amigo, mi compañero. Esto que os voy a decir, nadie antes te lo hace saber, ni viene en las instrucciones de la vida, ni siquiera sabes que puede llegar a pasar. Nadie te hace saber que la vida es una escuela de sabiduría que con el paso del tiempo vas aprendiendo, que los días te van enseñando y van moldeando tu personalidad, tu forma de pensar y de ver las cosas. La vida te enseña a opinar y a saber lo que está bien o lo que está mal. Te enseña a recapacitar, a escuchar tu propia mente, incluso las necesidades de tu cuerpo. También te enseña a quererte más con el paso del tiempo y a tomar tus propias decisiones, a decidir por y para ti. La vida te enseña a dejarte llevar, pero sobre todo te muestra la manera de cuestionarte constantemente si realmente te apetece. Te preguntas si de verdad quieres seguir con esta vida o si estás preparada para lo que viene a continuación. Y es ahí cuando viene mi respuesta:

―No. No me apetece seguir con esto, ni estoy preparada para lo que viene a continuación. No quiero casarme. Ni quiero tener hijos. Ni me veo compartiendo el resto de mi vida con Marcos porque no me llena lo suficiente como para seguir regalándole más de mi tiempo.

Porque la vida me ha enseñado, con el paso de mis días, que el tiempo es lo más valioso que las personas tenemos en este mundo, y desde hace unos meses me he dado cuenta de que mi tiempo vale oro. De momento, es lo más preciado que hoy por hoy tengo: un tiempo que se agota con el paso de las horas y, por triste que parezca, con un final escrito… Es algo que ya no puedes recuperar y, por muy bien que tú te tomes las cosas, nadie te va a dar la oportunidad de retroceder para que puedas aprovecharlo como realmente quieres.

Es entonces cuando le eché valor y tomé la decisión de dejar a Marcos y de emprender mi nueva vida como solo yo quería: sin tener que rendirle cuentas a nadie, sin tener que adaptarme a ciertas situaciones que en muchas ocasiones no me apetecían. Y después de esa decisión me sentí tan libre como el aire que respiraba.

Y ahora me encuentro aquí sentada, sola en un avión y pegada a la ventanilla como si fuera la primera vez que viviera esta sensación, pero no, esa sensación la he sentido cada vez que me he ido a conocer un cachito de este maravilloso mundo. Fue entonces cuando conocí a Marcos que dejé de pensar solo en mí para centrarme en una buena persona. Persona que creía que sería el amor para el resto de mi vida, pero nadie me dijo que estaba equivocada y que eso no era amor; nadie me dijo que en una relación no solo puede haber una amistad y un simple cariño, que no solo puedes esperar algo más de la vida cuando tú eres la primera que no das el paso. Nadie te dice que el amor no solo se basa en una estabilidad. De modo que no me quedó más remedio que darme cuenta por mí misma.

Veía que algo fallaba, que mis necesidades eran otras totalmente diferentes a las de Marcos. Tan diferentes que nuestros caminos se habían separado como por arte de magia sin ni siquiera darnos cuenta. Marcos quería formar una familia, quería casarse, vivir felices y comer perdices. Yo, en cambio, quería vivir todas las experiencias posibles que mi menudo cuerpo me permitiera, quería sentir emociones, quería regalarles a mis cinco sentidos constantemente nuevas sensaciones. Quería viajar y recorrer una y otra vez este maravilloso mundo que Dios nos ha regalado, quería conocer culturas diferentes porque me apasionan las cosas originales, quería tatuarme el cuerpo para nunca olvidar los buenos momentos que esas experiencias dejaban a su paso en mi interior. Quería vivir, pero, sobre todo, quería sentir. Y, desgraciadamente, eso con Marcos no lo tenía.

Me costó darme cuenta de que el problema no era mío ni suyo, me supuso ver que nuestras vidas seguían caminos diferentes. Me costó dos años de mi vida descubrir dónde estaba el problema, pero no sin antes martirizarme una y otra vez recordándome que yo no era buena para él. Sin dejar de reprocharme que la culpa fuera mía y solo mía por ser diferente al resto de la gente. Me culpaba de no ser capaz de adaptarme a este maldito mundo; me sentía inferior por no poder encontrarme en mis días. Me llegué a sentir tan perdida que dejé de encontrarle sentido a todo: ya no tenía sueños que me apeteciera cumplir, no tenía ilusión, me pasaba los días haciendo y deshaciendo, buscando pasiones o más bien nuevos entretenimientos y, para colmo, me encuentro con la sorpresa tan inesperada y mal tomada.

Un día de esos en los que creía que cualquier deporte era mi pasión (más bien era una forma de refugiarme del mundo real), entonces descubrí que tampoco había un problema en mi vida, que lo único que existía era una diferencia. Más exactamente, existían dos personas diferentes tratando de crear una vida juntos. Y me di cuenta de que la solución solo estaba en mis manos.

Evidentemente, Marcos no se lo esperaba porque no quería ver la realidad. No aceptaba ese cambio tan repentino en su vida. No entendía la diferencia que existía entre nosotros, pero la decisión estaba más que tomada y sé que, con el tiempo, se dará cuenta, e incluso me lo agradecerá.

A día de hoy, me siento tranquila y feliz con mi decisión. Marcos, hasta donde pude saber de él, llegó a mis oídos que lo estaba pasando realmente mal, que no entendía y que incluso me investigó por si lo había traicionado con otra persona. No me creía lo que yo tantas veces le traté de explicar o, más bien, no quería entenderlo, y entonces fue cuando me di por vencida. Es tan testarudo que no podía creer que estuviera mandando tantos años de nuestra vida a la basura por un «berrinche de los míos», y fue entonces cuando comprendí que yo tenía razón y que, aunque no me arrepentía de haber compartido mis años, él mismo me dio la razón de que yo estaba en lo cierto. Con sus desesperadas palabras consiguió hacerme entender que en todo ese tiempo compartido no me había llegado a conocer, solo se había limitado a adaptarse a mí y a mi espontaneidad de hacer cosas. Ahí comprendí que éramos tan diferentes como la noche y el día porque él disfrutaba de una vida tan simple que para mí era insuficiente.

Y yo… necesitaba más, necesitaba darle a mi cuerpo y a mi mente lo que me pedían a gritos porque si no, llegaría un día en el que esta Elena desaparecería para siempre de este inmenso planeta. Dejaría de ser yo: mi sonrisa terminaría desapareciendo, al igual que el brillo de mis ojos o el simple color de mis mejillas, cada vez que se me ocurría algunas de las mías. Y he de reconocer que casi desaparezco, pero también alego que ahí la culpa fue toda mía…

Con el paso de los días, me he ido dando cada vez más cuenta de que no estábamos hechos el uno para el otro por el simple hecho de no echarlo de menos en esos días más recientes a la ruptura. Por una parte, cuando lo pienso… siento pena, pena por haber sido una persona importante en mi vida y que, con un único adiós, haya desaparecido por completo de mis pensamientos; pena por sentirlo tan lejos que hasta sus recuerdos se han esfumado de mi mente. Solo quedan miles de fotos en algún rincón de mi ordenador que aún no me he atrevido a abrir porque no me apetece seguir sintiendo pena por esos momentos pasados que ya no significan nada, pero no porque yo no quiera, sino porque no lo siento. No lo siento dentro de mí; simplemente, Marcos ha quedado como un recuerdo en el que alguna vez formó parte de mi vida.

2. MI PRIMERA VEZ…

Viernes, 1 de febrero de 2019

11:30 horas

El nuevo año ya ha comenzado, aunque del mes de enero no me haya ni inmutado de su existencia. Así que se podría decir que, para mí, el mes de febrero es como la entrada de este bendito y esperado año. Comenzamos un mes nuevo, una vida nueva y, cómo no… una nueva Elena.

Sigo pegada a la pequeña ventana del inmenso avión; desde aquí se ve todo tan pequeño que siento cómo me puedo comer el mundo de un solo bocado. Me hace sentir exageradamente grande, ante todo. Soy de esa clase de personas que suelen dormirse en cualquier medio de transporte desde el primer momento que pone un pie dentro, pero esta vez es diferente; necesito tener los ojos bien abiertos para apreciar toda esa sensación que me provoca estar observando el mundo desde esta perspectiva.

Ya casi que no puedo distinguir el suelo porque estoy adentrándome en esa masa blanca esponjosa que solo hace entrarme ganas de revolcarme encima.

Aún sigo viendo el mundo minúsculo. Me recuerda a esa casa de muñecas con la que solía jugar con mi hermana cuando éramos pequeñas, donde el mobiliario y la decoración debíamos cogerlos con dos deditos y colocarlos con todo el cuidado del mundo para no destrozar nada de esa preciosa casita.

Acabo de atravesar las nubes y ahora vuelo por encima de una enorme alfombra de color blanca. Parece un mar de algodón e incluso me hace sentir como en el Polo Norte porque todo es blanco y, solo con mirar hacia el exterior, da la sensación de frío. Pero me gusta, me gusta este paisaje: me encantaría sentirlo entre mis manos, poder observarlo de cerca y apreciar cada detalle de esa preciosa alfombra de esponja. Quiero salir ahí fuera, tumbarme, cerrar los ojos y sentir su tacto por todo mi cuerpo. Me encantaría caminar descalza, muy despacio e incluso saborearlo porque todo parece tan dulce que hasta la boca se me hace agua.

Mirar ahí fuera me provoca una sensación de tranquilidad, de paz interior y serenidad que por más que miro al horizonte no veo nada porque ya estoy en el cielo. Es tan plácido, y todo está tan en reposo, que hasta el vello se me pone de punta; parece como si en cualquier momento algo fuera a ocurrir.

Este es mi primer viaje fuera de España después de mucho tiempo. Estoy nerviosa y algo insegura porque he pasado una etapa de mi vida (bastante larga) siempre acompañada. Y no es que eche de menos mi anterior vida; es más, agradezco esta soledad que me hace disfrutar de mi antigua Elena porque siento cómo poco a poco se vuelve abrir un hueco en mi interior. No puedo evitar sentirme insegura, pero también sé a lo que se debe. Y es a ese tránsito que he pasado acogida a Marcos y a la mala vida que escogí durante un tiempo equivocado, tiempo que odio recordar. Sé que tengo que darme una oportunidad para acostumbrarme a mi nuevo cambio, pero no puedo evitar sentirme culpable por ese pasado.

Voy volando con destino a una de las ciudades más bonitas y acogedoras de Europa: Ámsterdam. No puedo dejar de pensar en esos días que me quedan por delante. Sé que es un viaje para hacerlo con un puñado de amigas y echar unas buenas risas, pero necesito este viaje para encontrar esa parte de mí que aún noto perdida. Esa ciudad ha sido escogida al azar, como todo lo que hago. Desde nunca me ha gustado pararme detenidamente a pensar; soy de las que actúan con decisión, de las que, cuando alguna idea se me pasa por la cabeza, no me lo pienso y la pongo en práctica. Siempre he sido así. Hay quien ha intentado pararme los pies o, como se suele decir, «cortarme las alas», pero por suerte no lo ha conseguido.

Hubo un tiempo en que cierta persona me cohibió demasiado e incluso yo lo llegué a ver normal, pero, cuando me paro a pensar, me sentía como atada, sobre todo reprimida. Ese sentimiento llegó a durar un largo año. Teníamos unos planes que, según Marcos, me limitaron hacer ciertas cosas porque teníamos que labrarnos un futuro prometedor y feliz. Y ahí fue cuando reaccioné: si mi presente no era feliz, imaginad lo que me provocaba pensar en mi futuro…

Ahora estoy segura de lo que quiero. Y lo que realmente quiero es disfrutar de cada minuto de este viaje, de mi presente; quiero fotografiar cada rincón que mis ojos observen para no olvidar ni un solo detalle.

Por el momento, solo puedo decir que voy a seguir disfrutando de este agradecido tiempo que me queda pegada a esta ventanilla, que, a su vez, me hace sentir dueña de este diminuto mundo.

3. PRIMERAS HORAS…


15:00 horas (aeropuerto de Ámsterdam)

El cielo está gris. Acabo de llegar al aeropuerto y no he podido evitar quedarme unos minutos plantada frente a los grandes ventanales, observando el exterior. Parece como si ya estuviera anocheciendo, como si el día se estuviera apagando poco a poco. Hay niebla e incluso por algunas zonas de la pista de aterrizaje quedan restos de nieve.

Ese paisaje grisáceo y tormentoso me provoca una sensación de bienestar y una sonrisa se me dibuja en la cara mientras sigo observando el nuevo paisaje. Me tomo mi tiempo porque nadie me espera, siento tal tranquilidad en el cuerpo que disfruto de mi respiración pausada y profunda como si así pudiera saborear este periodo en el que me encuentro.

Me encantan estos días nublados. Me relaja ver llover o nevar. Esos días los suelo aprovechar para seguir escribiendo las páginas en blanco de mi diario. Esos días en los que el mal tiempo no te deja salir de casa, yo aprovecho para escribir todos mis recuerdos en uno de mis tantos diarios que tengo guardados.

Empecé a escribir mi vida a los veinticuatro años, más exactamente cuando comencé a notar la importante pérdida de memoria. Al principio, no le echaba muchas cuentas porque pensaba que era por culpa de esa mala vida. Mucho alcohol, drogas, pocas horas de sueño y mucha fiesta… A día de hoy, esta pérdida tampoco es considerada una enfermedad (de momento). Pero, por si acaso, por si llegara el día en que me costara trabajo, todavía más, el recordar, y que con solo las fotografías no me fuera suficiente, tengo los momentos más importantes o significativos de mi vida plasmados en mis diarios. Y este es uno de ellos. Acabo de comenzarlo con el principio del año y con mi primer viaje a Ámsterdam.

Aparte, necesito escribir todo lo que siento porque me da miedo que llegue el momento en que mi cabeza se olvide de lo que es sentir, que se olvide de reír, de llorar, de soñar… Necesito escribir lo que mis ojos ven porque tengo miedo de olvidarme de las cosas importantes de mis días. Escribo para no olvidarme jamás de quién soy ni de dónde vengo porque me asusta que en algún día de mi existencia me olvide de quién es realmente Elena.

15:30 horas (llegada a Ámsterdam‑Centraal Station)

Estoy desesperada porque no encuentro la salida. Llevo una media hora dando vueltas buscando el tranvía que tengo que coger hasta el hostal. Me ha sido fácil salir del aeropuerto y coger el tren hasta llegar a la estación, pero ahora me está costando horrores salir de este laberinto subterráneo. Cuando por fin consigo sacar el ticket del tranvía, suspiro y trato de tranquilizarme. Aunque hace un frío que corta el aliento, la frente me suda por los nervios.

Ahora toca adivinar qué maldito número me llevará hasta el hostal Stayokay. Corro de un lado para otro, con la maleta a cuestas, la mochila en la espalada, la bufanda de dos metros arrastrando por todos lados y congelada hasta los huesos. Por fin encuentro de casualidad un punto de información. Le pregunto medio en inglés, medio español, que qué número debo coger para llegar a la calle Borneostraat. Me señala con la palma de su mano hacia una salida que supongo que es la línea del tranvía que tengo que coger.

―Thank you.

Y salgo corriendo cargada con todo el equipaje. Tengo muchísimo calor, pero aun así me noto la punta de la nariz congelada, aunque la excitación de no saber hacia dónde ir ni cómo hacerlo me hace sudar. Todo es nuevo para mí y seré un poco extraña o rara o diferente, llamémoslo como queramos, pero la cuestión es que me encanta estar perdida por una ciudad que no conozco porque así es como se conocen los lugares más mágicos. Cuando por fin salgo del subterráneo, un viento atronador me corta la cara, está lloviendo y el cielo está cada vez más oscuro. Cuando me quiero dar cuenta, tengo que cerrarme la boca manualmente con la única mano que me queda libre porque me veo incapaz de hacerlo por sí sola. Giro sobre mí misma para cerciorarme bien de lo que están viendo mis ojos. El edificio que hace de Centraal Station es realmente una maravilla. La estación es un edificio enorme que puede pasar perfectamente por un palacio. Pero los edificios que están enfrente no se quedan atrás; no son muy altos, pero son de una arquitectura muy peculiar donde su belleza es incomparable con la de cualquier otra cosa. Fachadas muy parecidas unas a otras y cada una cargada de millones de ventanas. Y una cosa muy curiosa es que ninguna tiene persianas. Los tejados son de un gris pizarra, la calle es atravesada por uno de los muchos canales de la ciudad. Es mi primer contacto visual con este maravilloso lugar y os puedo asegurar que me ha dejado sin palabras para seguir describiendo lo que mis ojos ven a través de las ventanas del tranvía en el que estoy ahora mismo subida…

4. LA SEGUNDA VENECIA

16:00 horas

Número de tranvía catorce. Parada Zeeburgerdijk. Hostal Stayokay Amsterdam Oost (antiguamente un colegio). No sé hacia qué dirección mirar, si a izquierda o a derecha, porque las calles de la ciudad están tan iluminadas que vuelvo a mirar dos veces el calendario en mi móvil por si he sido yo la que se ha confundido de fechas ―no, no es Navidad―. Sonrío por mis propias ocurrencias y pienso que, si en un febrero sin nada que celebrar la ciudad brilla con luz propia, no me quiero ni imaginar cómo tiene que ser en la misma época navideña.

17:30 horas (Ámsterdam‑Centraal Station)

Después de dejar el equipaje en la habitación del hostal, lo primero que hago es situarme en el mapa de la ciudad. Durante el trayecto del viaje, aparte de babear por la ventanilla del avión, también me he organizado cada día de mi estancia aquí para no dejarme nada sin ver, nada sin visitar, nada por conocer…

El siguiente tranvía que cojo es de vuelta a Centraal Station. Según mi mapa guía, ese es el punto central de la ciudad, el cual me ayudará para situarme. Al lado de esa parada hay un punto de información donde te indican cómo, cuándo y dónde hacer el tour por los canales. ¡Perfecto! Sonrío para mis adentros y pienso que estoy de suerte. Salgo despavorida porque con la desorientación de la luz del día pienso que todo va a cerrar en cuestión de minutos y que no me va a dar tiempo a ver nada. Pero no puedo evitar entretenerme y fotografiar varias fachadas y bicicletas aparcadas al lado del canal que visten la típica calle de la ciudad, y cuando alzo la vista por encima del objetivo de mi cámara me cercioro del precioso cuadro que tengo delante de mis ojos, al que le sigue un paseo de luces amarillas enredada por los troncos de los árboles que decoran esa bonita calle de fondo de casas con fachadas de un color granate con grandes ventanales. Parece una postal. Es increíble lo que una sola imagen te puede llegar a transmitir.

«Lovers» es la compañía que me facilitan para la vuelta en catamarán por los canales. Con un poco de suerte he podido colarme en el grupo de las 18:00. Espero impaciente mirando todo a mi alrededor a través de mi objetivo; no puedo evitar echar un par de fotos más y es cuando reparo en el poco tráfico de la ciudad. Las bicicletas abundan por las calles y tengo que tener cuidado de no ser atropellada en varias ocasiones. Una vez dentro del catamarán, me acomodo en mi asiento, intento relajarme para concentrarme solo en las vistas. Trato de entrar en calor frotando mis manos contra mis vaqueros y al final consigo calentarlas entre eso y mi aliento. La calefacción no está demasiado alta, por lo que tardo varios minutos en entrar en calor, pero ese frío intenso que cala toda mi ropa cesa cuando noto cómo el motor se pone en marcha. Entonces es cuando mi mente se centra en el paisaje de millones de lucecitas de todos los colores que se ven a lo lejos. Tan solo un edificio alto sobresale de la ciudad. Saco todas las fotos que puedo sin parar a mirarlas porque las vistas son de película, aunque el reflejo del cristal me lo estropea, así que mejor me quedo quieta. Siento cómo mi corazón late a mil por hora cada vez que vamos avanzando por los diferentes canales. «La segunda Venecia» la llaman.

Mis ojos no pueden dejar de observar cada puente iluminado que atravesamos con cuidado de no rozar nada porque pasamos justos. Observo la altura de las casas, la cantidad de ventanas que cada fachada lleva y me pregunto a qué se debe tanta ventana… pero lo que se lleva el premio de mi impresión son las casas‑barco. Por cada casa que paso por su lado deseo un cachito para mí. Me imagino viviendo en alguna de esas peculiares casitas y la tranquilidad invade toda mi mente. No tardamos en pasar al lado de lo que suelen llamar «las casas danzarinas» porque sus fachadas son como cuerpos con sensación de movimiento; parece como si quisieran salir corriendo de un momento a otro. Es maravilloso.

Después de ese fabuloso viaje en catamarán viendo la ciudad desde otra perspectiva, se me quedan más ganas de seguir conociendo. No me quiero ir a la cama sin antes visitar las calles del fabuloso Barrio Rojo. Esas calles conocidas por las exposiciones de la prostitución. Yo lo describo como «el barrio de la carne». Mi primera sensación es la de sentirme un poco humillada como mujer. Ya sé que la prostitución es legal en este país desde el año dos mil, pero eso no deja de ser degradante para el sexo femenino. El hecho de tener que exponer tu cuerpo a través de un cristal, el cual será elegido entre centenares de cuerpos más como si fueras un trozo de carne de usar y tirar, me provoca náuseas. Aunque mi primera impresión es la de la humillación hacia la mujer, también reconozco que me sorprendo nada más ver la primera casa de prostitutas y admito que no puedo dejar de mirar esas grandes ventanas donde diversos cuerpos trabajados se exponen semidesnudos a través de un cristal. También presencio las entradas y salidas de lo que se supone que son clientes sin escrúpulos. Estos entran y salen de esas pequeñas casas como Pedro por su casa. Tengo que guardar la cámara en la mochila porque un guardia ha estado a punto de tirármela al canal cuando iba a fotografiar una calle sin salida, pero en la que evidentemente había dos de esas casas de cristaleras que son tan cotizadas en ese barrio.

Me pongo los cascos y enciendo el MP3. La primera canción que retumba en mis oídos es We don´t talk anymore. Con cada paso que doy por estas estrechas calles donde el mercado de la carne no deja de cesar, mi mente se va abriendo un poco más hasta que lo llego a ver como algo histórico y peculiar de este precioso lugar.

5. CONOCIENDO SU HISTORIA


Martes, 5 de febrero de 2019

¡Decidido! Me he enamorado de este extraordinario lugar, de sus calles, de su ambiente, de sus casas… He deseado una y otra vez vivir en alguna de estas casitas de estrechas fachadas donde no existe la intimidad. Sé que algún día volveré para quedarme el tiempo que vea oportuno, para así irme completa y satisfecha, porque este viaje en solitario me está sabiendo a poco. Necesito más…

¡Llamadme loca! Porque hoy me he puesto en marcha casi al amanecer. Las calles se ven solitarias e incluso el tranvía está casi vacío. No se escucha el murmullo del día anterior. Aprovecho y me relajo en mi asiento, me quito los guantes y el gorro y me dedico a observar las calles a esa hora de la mañana. Me da pena que ese paisaje de casas pegadas unas a otras con la misma altura se borre de mi memoria algún día no muy lejano. El simple hecho de pensarlo me pone nerviosa, y se me pone hasta el vello de punta.

Me he unido a un grupo de turistas españoles según las indicaciones de la compañía del Free tour que contraté la noche anterior. Nos han citado a todos en la Plaza Dam. No quiero irme de Ámsterdam sin que antes me hayan explicado su historia y sus muchas curiosidades. En tan solo una mañana, he aprendido cosas como por qué las fachadas tienen tantas ventanas. Todo tenía su lógica. La ciudad está construida sobre el agua y su estructura es de madera, por lo que, para que no pesaran tanto las fachadas, cuantas más ventanas, mejor. Por eso lo de las casas danzarinas: los cimientos se mueven constantemente. Otro de los motivos de esas espléndidas ventanas es porque son edificios muy antiguos y carecen de ascensor; todas las mudanzas las realizan a través de ellas. Lo normal en esta ciudad es ver alguna lavadora o sofá volando por la acera. Parece de chiste, lo sé, pero mejor ir con cuidado y mirar hacia arriba de vez en cuando para procurar no pasar por debajo de algún mueble volador.

Esta tarde me he decidido por el parque de los museos y me he perdido dentro de las impresionantes y peculiares pinturas de Van Gogh hasta que sus puertas han cerrado casi conmigo dentro.

Anécdota: el armario empotrado de color me ha cacheado a la entrada del museo… Me ha apartado hacia un lado de la cola de entrada y me ha hecho abrir la mochila; lo mejor de todo ha sido la cara que se le ha quedado cuando ha visto el interior de mi bolso cargado de bolsitas de hierba ―evidentemente, todas son tés que una hora antes he comprado en un mercado―. Mi cara ha pasado por todos los colores cuando se ha liado a vaciar mi mochila y, para rematar la faena, se ha puesto a oler todas y cada una de las bolsitas, pero eso no es todo… La gente me miraba como si fuera una delincuente y, al final, resulta que el portero de discoteca se estaba riendo en toda mi cara. «¡Démosle un aplauso, por favor!», me ha dado ganas de gritarle a la gente que me miraba como un bicho raro por llevar la mochila cargada de té.

Continúa…

¡Quiero leer toda la novela!