Publicado el Deja un comentario

Recuerdo para no olvidar

𝙍𝙚𝙘𝙪𝙚𝙧𝙙𝙤 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙣𝙤 𝙤𝙡𝙫𝙞𝙙𝙖𝙧

1. FEBRERO

Viernes, 1 de febrero de 2019

¿Alguna vez te has sentido decepcionada con alguien?

Yo sí, conmigo misma.

Comenzaré por el principio de todo. Por un viaje que tengo que describir porque no quiero olvidar detalle. Necesito recordar las maravillas que han visto mis ojos y las emociones que ha sentido mi corazón desde que puse un pie en el avión. Cuando me senté en mi asiento favorito, junto a la ventanilla… en ese mismo instante en que mi vista se desplazó al exterior de ese pequeño recuadro sentí una punzada de abismo. Hacía ni más ni menos siete años que había dejado de viajar. En todo ese tiempo había dejado de hacer muchas cosas que me apasionaban: había dejado de vivir emociones, de conocer ciertas maravillas que ni siquiera sabemos que están ahí si no las buscamos. Me había convertido en una persona vieja y hogareña cuando yo era de esa clase de personas que cada vez que ponía un pie en la calle era para comerme el mundo. Y todo esto tenía un nombre: Marcos.

Marcos fue durante siete años mi pareja, mi amigo, mi compañero. Esto que os voy a decir, nadie antes te lo hace saber, ni viene en las instrucciones de la vida, ni siquiera sabes que puede llegar a pasar. Nadie te hace saber que la vida es una escuela de sabiduría que con el paso del tiempo vas aprendiendo, que los días te van enseñando y van moldeando tu personalidad, tu forma de pensar y de ver las cosas. La vida te enseña a opinar y a saber lo que está bien o lo que está mal. Te enseña a recapacitar, a escuchar tu propia mente, incluso las necesidades de tu cuerpo. También te enseña a quererte más con el paso del tiempo y a tomar tus propias decisiones, a decidir por y para ti. La vida te enseña a dejarte llevar, pero sobre todo te muestra la manera de cuestionarte constantemente si realmente te apetece. Te preguntas si de verdad quieres seguir con esta vida o si estás preparada para lo que viene a continuación. Y es ahí cuando viene mi respuesta:

―No. No me apetece seguir con esto, ni estoy preparada para lo que viene a continuación. No quiero casarme. Ni quiero tener hijos. Ni me veo compartiendo el resto de mi vida con Marcos porque no me llena lo suficiente como para seguir regalándole más de mi tiempo.

Porque la vida me ha enseñado, con el paso de mis días, que el tiempo es lo más valioso que las personas tenemos en este mundo, y desde hace unos meses me he dado cuenta de que mi tiempo vale oro. De momento, es lo más preciado que hoy por hoy tengo: un tiempo que se agota con el paso de las horas y, por triste que parezca, con un final escrito… Es algo que ya no puedes recuperar y, por muy bien que tú te tomes las cosas, nadie te va a dar la oportunidad de retroceder para que puedas aprovecharlo como realmente quieres.

Es entonces cuando le eché valor y tomé la decisión de dejar a Marcos y de emprender mi nueva vida como solo yo quería: sin tener que rendirle cuentas a nadie, sin tener que adaptarme a ciertas situaciones que en muchas ocasiones no me apetecían. Y después de esa decisión me sentí tan libre como el aire que respiraba.

Y ahora me encuentro aquí sentada, sola en un avión y pegada a la ventanilla como si fuera la primera vez que viviera esta sensación, pero no, esa sensación la he sentido cada vez que me he ido a conocer un cachito de este maravilloso mundo. Fue entonces cuando conocí a Marcos que dejé de pensar solo en mí para centrarme en una buena persona. Persona que creía que sería el amor para el resto de mi vida, pero nadie me dijo que estaba equivocada y que eso no era amor; nadie me dijo que en una relación no solo puede haber una amistad y un simple cariño, que no solo puedes esperar algo más de la vida cuando tú eres la primera que no das el paso. Nadie te dice que el amor no solo se basa en una estabilidad. De modo que no me quedó más remedio que darme cuenta por mí misma.

Veía que algo fallaba, que mis necesidades eran otras totalmente diferentes a las de Marcos. Tan diferentes que nuestros caminos se habían separado como por arte de magia sin ni siquiera darnos cuenta. Marcos quería formar una familia, quería casarse, vivir felices y comer perdices. Yo, en cambio, quería vivir todas las experiencias posibles que mi menudo cuerpo me permitiera, quería sentir emociones, quería regalarles a mis cinco sentidos constantemente nuevas sensaciones. Quería viajar y recorrer una y otra vez este maravilloso mundo que Dios nos ha regalado, quería conocer culturas diferentes porque me apasionan las cosas originales, quería tatuarme el cuerpo para nunca olvidar los buenos momentos que esas experiencias dejaban a su paso en mi interior. Quería vivir, pero, sobre todo, quería sentir. Y, desgraciadamente, eso con Marcos no lo tenía.

Me costó darme cuenta de que el problema no era mío ni suyo, me supuso ver que nuestras vidas seguían caminos diferentes. Me costó dos años de mi vida descubrir dónde estaba el problema, pero no sin antes martirizarme una y otra vez recordándome que yo no era buena para él. Sin dejar de reprocharme que la culpa fuera mía y solo mía por ser diferente al resto de la gente. Me culpaba de no ser capaz de adaptarme a este maldito mundo; me sentía inferior por no poder encontrarme en mis días. Me llegué a sentir tan perdida que dejé de encontrarle sentido a todo: ya no tenía sueños que me apeteciera cumplir, no tenía ilusión, me pasaba los días haciendo y deshaciendo, buscando pasiones o más bien nuevos entretenimientos y, para colmo, me encuentro con la sorpresa tan inesperada y mal tomada.

Un día de esos en los que creía que cualquier deporte era mi pasión (más bien era una forma de refugiarme del mundo real), entonces descubrí que tampoco había un problema en mi vida, que lo único que existía era una diferencia. Más exactamente, existían dos personas diferentes tratando de crear una vida juntos. Y me di cuenta de que la solución solo estaba en mis manos.

Evidentemente, Marcos no se lo esperaba porque no quería ver la realidad. No aceptaba ese cambio tan repentino en su vida. No entendía la diferencia que existía entre nosotros, pero la decisión estaba más que tomada y sé que, con el tiempo, se dará cuenta, e incluso me lo agradecerá.

A día de hoy, me siento tranquila y feliz con mi decisión. Marcos, hasta donde pude saber de él, llegó a mis oídos que lo estaba pasando realmente mal, que no entendía y que incluso me investigó por si lo había traicionado con otra persona. No me creía lo que yo tantas veces le traté de explicar o, más bien, no quería entenderlo, y entonces fue cuando me di por vencida. Es tan testarudo que no podía creer que estuviera mandando tantos años de nuestra vida a la basura por un «berrinche de los míos», y fue entonces cuando comprendí que yo tenía razón y que, aunque no me arrepentía de haber compartido mis años, él mismo me dio la razón de que yo estaba en lo cierto. Con sus desesperadas palabras consiguió hacerme entender que en todo ese tiempo compartido no me había llegado a conocer, solo se había limitado a adaptarse a mí y a mi espontaneidad de hacer cosas. Ahí comprendí que éramos tan diferentes como la noche y el día porque él disfrutaba de una vida tan simple que para mí era insuficiente.

Y yo… necesitaba más, necesitaba darle a mi cuerpo y a mi mente lo que me pedían a gritos porque si no, llegaría un día en el que esta Elena desaparecería para siempre de este inmenso planeta. Dejaría de ser yo: mi sonrisa terminaría desapareciendo, al igual que el brillo de mis ojos o el simple color de mis mejillas, cada vez que se me ocurría algunas de las mías. Y he de reconocer que casi desaparezco, pero también alego que ahí la culpa fue toda mía…

Con el paso de los días, me he ido dando cada vez más cuenta de que no estábamos hechos el uno para el otro por el simple hecho de no echarlo de menos en esos días más recientes a la ruptura. Por una parte, cuando lo pienso… siento pena, pena por haber sido una persona importante en mi vida y que, con un único adiós, haya desaparecido por completo de mis pensamientos; pena por sentirlo tan lejos que hasta sus recuerdos se han esfumado de mi mente. Solo quedan miles de fotos en algún rincón de mi ordenador que aún no me he atrevido a abrir porque no me apetece seguir sintiendo pena por esos momentos pasados que ya no significan nada, pero no porque yo no quiera, sino porque no lo siento. No lo siento dentro de mí; simplemente, Marcos ha quedado como un recuerdo en el que alguna vez formó parte de mi vida.

2. MI PRIMERA VEZ…

Viernes, 1 de febrero de 2019

11:30 horas

El nuevo año ya ha comenzado, aunque del mes de enero no me haya ni inmutado de su existencia. Así que se podría decir que, para mí, el mes de febrero es como la entrada de este bendito y esperado año. Comenzamos un mes nuevo, una vida nueva y, cómo no… una nueva Elena.

Sigo pegada a la pequeña ventana del inmenso avión; desde aquí se ve todo tan pequeño que siento cómo me puedo comer el mundo de un solo bocado. Me hace sentir exageradamente grande, ante todo. Soy de esa clase de personas que suelen dormirse en cualquier medio de transporte desde el primer momento que pone un pie dentro, pero esta vez es diferente; necesito tener los ojos bien abiertos para apreciar toda esa sensación que me provoca estar observando el mundo desde esta perspectiva.

Ya casi que no puedo distinguir el suelo porque estoy adentrándome en esa masa blanca esponjosa que solo hace entrarme ganas de revolcarme encima.

Aún sigo viendo el mundo minúsculo. Me recuerda a esa casa de muñecas con la que solía jugar con mi hermana cuando éramos pequeñas, donde el mobiliario y la decoración debíamos cogerlos con dos deditos y colocarlos con todo el cuidado del mundo para no destrozar nada de esa preciosa casita.

Acabo de atravesar las nubes y ahora vuelo por encima de una enorme alfombra de color blanca. Parece un mar de algodón e incluso me hace sentir como en el Polo Norte porque todo es blanco y, solo con mirar hacia el exterior, da la sensación de frío. Pero me gusta, me gusta este paisaje: me encantaría sentirlo entre mis manos, poder observarlo de cerca y apreciar cada detalle de esa preciosa alfombra de esponja. Quiero salir ahí fuera, tumbarme, cerrar los ojos y sentir su tacto por todo mi cuerpo. Me encantaría caminar descalza, muy despacio e incluso saborearlo porque todo parece tan dulce que hasta la boca se me hace agua.

Mirar ahí fuera me provoca una sensación de tranquilidad, de paz interior y serenidad que por más que miro al horizonte no veo nada porque ya estoy en el cielo. Es tan plácido, y todo está tan en reposo, que hasta el vello se me pone de punta; parece como si en cualquier momento algo fuera a ocurrir.

Este es mi primer viaje fuera de España después de mucho tiempo. Estoy nerviosa y algo insegura porque he pasado una etapa de mi vida (bastante larga) siempre acompañada. Y no es que eche de menos mi anterior vida; es más, agradezco esta soledad que me hace disfrutar de mi antigua Elena porque siento cómo poco a poco se vuelve abrir un hueco en mi interior. No puedo evitar sentirme insegura, pero también sé a lo que se debe. Y es a ese tránsito que he pasado acogida a Marcos y a la mala vida que escogí durante un tiempo equivocado, tiempo que odio recordar. Sé que tengo que darme una oportunidad para acostumbrarme a mi nuevo cambio, pero no puedo evitar sentirme culpable por ese pasado.

Voy volando con destino a una de las ciudades más bonitas y acogedoras de Europa: Ámsterdam. No puedo dejar de pensar en esos días que me quedan por delante. Sé que es un viaje para hacerlo con un puñado de amigas y echar unas buenas risas, pero necesito este viaje para encontrar esa parte de mí que aún noto perdida. Esa ciudad ha sido escogida al azar, como todo lo que hago. Desde nunca me ha gustado pararme detenidamente a pensar; soy de las que actúan con decisión, de las que, cuando alguna idea se me pasa por la cabeza, no me lo pienso y la pongo en práctica. Siempre he sido así. Hay quien ha intentado pararme los pies o, como se suele decir, «cortarme las alas», pero por suerte no lo ha conseguido.

Hubo un tiempo en que cierta persona me cohibió demasiado e incluso yo lo llegué a ver normal, pero, cuando me paro a pensar, me sentía como atada, sobre todo reprimida. Ese sentimiento llegó a durar un largo año. Teníamos unos planes que, según Marcos, me limitaron hacer ciertas cosas porque teníamos que labrarnos un futuro prometedor y feliz. Y ahí fue cuando reaccioné: si mi presente no era feliz, imaginad lo que me provocaba pensar en mi futuro…

Ahora estoy segura de lo que quiero. Y lo que realmente quiero es disfrutar de cada minuto de este viaje, de mi presente; quiero fotografiar cada rincón que mis ojos observen para no olvidar ni un solo detalle.

Por el momento, solo puedo decir que voy a seguir disfrutando de este agradecido tiempo que me queda pegada a esta ventanilla, que, a su vez, me hace sentir dueña de este diminuto mundo.

3. PRIMERAS HORAS…

15:00 horas (aeropuerto de Ámsterdam)

El cielo está gris. Acabo de llegar al aeropuerto y no he podido evitar quedarme unos minutos plantada frente a los grandes ventanales, observando el exterior. Parece como si ya estuviera anocheciendo, como si el día se estuviera apagando poco a poco. Hay niebla e incluso por algunas zonas de la pista de aterrizaje quedan restos de nieve.

Ese paisaje grisáceo y tormentoso me provoca una sensación de bienestar y una sonrisa se me dibuja en la cara mientras sigo observando el nuevo paisaje. Me tomo mi tiempo porque nadie me espera, siento tal tranquilidad en el cuerpo que disfruto de mi respiración pausada y profunda como si así pudiera saborear este periodo en el que me encuentro.

Me encantan estos días nublados. Me relaja ver llover o nevar. Esos días los suelo aprovechar para seguir escribiendo las páginas en blanco de mi diario. Esos días en los que el mal tiempo no te deja salir de casa, yo aprovecho para escribir todos mis recuerdos en uno de mis tantos diarios que tengo guardados.

Empecé a escribir mi vida a los veinticuatro años, más exactamente cuando comencé a notar la importante pérdida de memoria. Al principio, no le echaba muchas cuentas porque pensaba que era por culpa de esa mala vida. Mucho alcohol, drogas, pocas horas de sueño y mucha fiesta… A día de hoy, esta pérdida tampoco es considerada una enfermedad (de momento). Pero, por si acaso, por si llegara el día en que me costara trabajo, todavía más, el recordar, y que con solo las fotografías no me fuera suficiente, tengo los momentos más importantes o significativos de mi vida plasmados en mis diarios. Y este es uno de ellos. Acabo de comenzarlo con el principio del año y con mi primer viaje a Ámsterdam.

Aparte, necesito escribir todo lo que siento porque me da miedo que llegue el momento en que mi cabeza se olvide de lo que es sentir, que se olvide de reír, de llorar, de soñar… Necesito escribir lo que mis ojos ven porque tengo miedo de olvidarme de las cosas importantes de mis días. Escribo para no olvidarme jamás de quién soy ni de dónde vengo porque me asusta que en algún día de mi existencia me olvide de quién es realmente Elena.

15:30 horas (llegada a Ámsterdam‑Centraal Station)

Estoy desesperada porque no encuentro la salida. Llevo una media hora dando vueltas buscando el tranvía que tengo que coger hasta el hostal. Me ha sido fácil salir del aeropuerto y coger el tren hasta llegar a la estación, pero ahora me está costando horrores salir de este laberinto subterráneo. Cuando por fin consigo sacar el ticket del tranvía, suspiro y trato de tranquilizarme. Aunque hace un frío que corta el aliento, la frente me suda por los nervios.

Ahora toca adivinar qué maldito número me llevará hasta el hostal Stayokay. Corro de un lado para otro, con la maleta a cuestas, la mochila en la espalada, la bufanda de dos metros arrastrando por todos lados y congelada hasta los huesos. Por fin encuentro de casualidad un punto de información. Le pregunto medio en inglés, medio español, que qué número debo coger para llegar a la calle Borneostraat. Me señala con la palma de su mano hacia una salida que supongo que es la línea del tranvía que tengo que coger.

―Thank you.

Y salgo corriendo cargada con todo el equipaje. Tengo muchísimo calor, pero aun así me noto la punta de la nariz congelada, aunque la excitación de no saber hacia dónde ir ni cómo hacerlo me hace sudar. Todo es nuevo para mí y seré un poco extraña o rara o diferente, llamémoslo como queramos, pero la cuestión es que me encanta estar perdida por una ciudad que no conozco porque así es como se conocen los lugares más mágicos. Cuando por fin salgo del subterráneo, un viento atronador me corta la cara, está lloviendo y el cielo está cada vez más oscuro. Cuando me quiero dar cuenta, tengo que cerrarme la boca manualmente con la única mano que me queda libre porque me veo incapaz de hacerlo por sí sola. Giro sobre mí misma para cerciorarme bien de lo que están viendo mis ojos. El edificio que hace de Centraal Station es realmente una maravilla. La estación es un edificio enorme que puede pasar perfectamente por un palacio. Pero los edificios que están enfrente no se quedan atrás; no son muy altos, pero son de una arquitectura muy peculiar donde su belleza es incomparable con la de cualquier otra cosa. Fachadas muy parecidas unas a otras y cada una cargada de millones de ventanas. Y una cosa muy curiosa es que ninguna tiene persianas. Los tejados son de un gris pizarra, la calle es atravesada por uno de los muchos canales de la ciudad. Es mi primer contacto visual con este maravilloso lugar y os puedo asegurar que me ha dejado sin palabras para seguir describiendo lo que mis ojos ven a través de las ventanas del tranvía en el que estoy ahora mismo subida…

4. LA SEGUNDA VENECIA

16:00 horas

Número de tranvía catorce. Parada Zeeburgerdijk. Hostal Stayokay Amsterdam Oost (antiguamente un colegio). No sé hacia qué dirección mirar, si a izquierda o a derecha, porque las calles de la ciudad están tan iluminadas que vuelvo a mirar dos veces el calendario en mi móvil por si he sido yo la que se ha confundido de fechas ―no, no es Navidad―. Sonrío por mis propias ocurrencias y pienso que, si en un febrero sin nada que celebrar la ciudad brilla con luz propia, no me quiero ni imaginar cómo tiene que ser en la misma época navideña.

17:30 horas (Ámsterdam‑Centraal Station)

Después de dejar el equipaje en la habitación del hostal, lo primero que hago es situarme en el mapa de la ciudad. Durante el trayecto del viaje, aparte de babear por la ventanilla del avión, también me he organizado cada día de mi estancia aquí para no dejarme nada sin ver, nada sin visitar, nada por conocer…

El siguiente tranvía que cojo es de vuelta a Centraal Station. Según mi mapa guía, ese es el punto central de la ciudad, el cual me ayudará para situarme. Al lado de esa parada hay un punto de información donde te indican cómo, cuándo y dónde hacer el tour por los canales. ¡Perfecto! Sonrío para mis adentros y pienso que estoy de suerte. Salgo despavorida porque con la desorientación de la luz del día pienso que todo va a cerrar en cuestión de minutos y que no me va a dar tiempo a ver nada. Pero no puedo evitar entretenerme y fotografiar varias fachadas y bicicletas aparcadas al lado del canal que visten la típica calle de la ciudad, y cuando alzo la vista por encima del objetivo de mi cámara me cercioro del precioso cuadro que tengo delante de mis ojos, al que le sigue un paseo de luces amarillas enredada por los troncos de los árboles que decoran esa bonita calle de fondo de casas con fachadas de un color granate con grandes ventanales. Parece una postal. Es increíble lo que una sola imagen te puede llegar a transmitir.

«Lovers» es la compañía que me facilitan para la vuelta en catamarán por los canales. Con un poco de suerte he podido colarme en el grupo de las 18:00. Espero impaciente mirando todo a mi alrededor a través de mi objetivo; no puedo evitar echar un par de fotos más y es cuando reparo en el poco tráfico de la ciudad. Las bicicletas abundan por las calles y tengo que tener cuidado de no ser atropellada en varias ocasiones. Una vez dentro del catamarán, me acomodo en mi asiento, intento relajarme para concentrarme solo en las vistas. Trato de entrar en calor frotando mis manos contra mis vaqueros y al final consigo calentarlas entre eso y mi aliento. La calefacción no está demasiado alta, por lo que tardo varios minutos en entrar en calor, pero ese frío intenso que cala toda mi ropa cesa cuando noto cómo el motor se pone en marcha. Entonces es cuando mi mente se centra en el paisaje de millones de lucecitas de todos los colores que se ven a lo lejos. Tan solo un edificio alto sobresale de la ciudad. Saco todas las fotos que puedo sin parar a mirarlas porque las vistas son de película, aunque el reflejo del cristal me lo estropea, así que mejor me quedo quieta. Siento cómo mi corazón late a mil por hora cada vez que vamos avanzando por los diferentes canales. «La segunda Venecia» la llaman.

Mis ojos no pueden dejar de observar cada puente iluminado que atravesamos con cuidado de no rozar nada porque pasamos justos. Observo la altura de las casas, la cantidad de ventanas que cada fachada lleva y me pregunto a qué se debe tanta ventana… pero lo que se lleva el premio de mi impresión son las casas‑barco. Por cada casa que paso por su lado deseo un cachito para mí. Me imagino viviendo en alguna de esas peculiares casitas y la tranquilidad invade toda mi mente. No tardamos en pasar al lado de lo que suelen llamar «las casas danzarinas» porque sus fachadas son como cuerpos con sensación de movimiento; parece como si quisieran salir corriendo de un momento a otro. Es maravilloso.

Después de ese fabuloso viaje en catamarán viendo la ciudad desde otra perspectiva, se me quedan más ganas de seguir conociendo. No me quiero ir a la cama sin antes visitar las calles del fabuloso Barrio Rojo. Esas calles conocidas por las exposiciones de la prostitución. Yo lo describo como «el barrio de la carne». Mi primera sensación es la de sentirme un poco humillada como mujer. Ya sé que la prostitución es legal en este país desde el año dos mil, pero eso no deja de ser degradante para el sexo femenino. El hecho de tener que exponer tu cuerpo a través de un cristal, el cual será elegido entre centenares de cuerpos más como si fueras un trozo de carne de usar y tirar, me provoca náuseas. Aunque mi primera impresión es la de la humillación hacia la mujer, también reconozco que me sorprendo nada más ver la primera casa de prostitutas y admito que no puedo dejar de mirar esas grandes ventanas donde diversos cuerpos trabajados se exponen semidesnudos a través de un cristal. También presencio las entradas y salidas de lo que se supone que son clientes sin escrúpulos. Estos entran y salen de esas pequeñas casas como Pedro por su casa. Tengo que guardar la cámara en la mochila porque un guardia ha estado a punto de tirármela al canal cuando iba a fotografiar una calle sin salida, pero en la que evidentemente había dos de esas casas de cristaleras que son tan cotizadas en ese barrio.

Me pongo los cascos y enciendo el MP3. La primera canción que retumba en mis oídos es We don´t talk anymore. Con cada paso que doy por estas estrechas calles donde el mercado de la carne no deja de cesar, mi mente se va abriendo un poco más hasta que lo llego a ver como algo histórico y peculiar de este precioso lugar.

5. CONOCIENDO SU HISTORIA

Martes, 5 de febrero de 2019

¡Decidido! Me he enamorado de este extraordinario lugar, de sus calles, de su ambiente, de sus casas… He deseado una y otra vez vivir en alguna de estas casitas de estrechas fachadas donde no existe la intimidad. Sé que algún día volveré para quedarme el tiempo que vea oportuno, para así irme completa y satisfecha, porque este viaje en solitario me está sabiendo a poco. Necesito más…

¡Llamadme loca! Porque hoy me he puesto en marcha casi al amanecer. Las calles se ven solitarias e incluso el tranvía está casi vacío. No se escucha el murmullo del día anterior. Aprovecho y me relajo en mi asiento, me quito los guantes y el gorro y me dedico a observar las calles a esa hora de la mañana. Me da pena que ese paisaje de casas pegadas unas a otras con la misma altura se borre de mi memoria algún día no muy lejano. El simple hecho de pensarlo me pone nerviosa, y se me pone hasta el vello de punta.

Me he unido a un grupo de turistas españoles según las indicaciones de la compañía del Free tour que contraté la noche anterior. Nos han citado a todos en la Plaza Dam. No quiero irme de Ámsterdam sin que antes me hayan explicado su historia y sus muchas curiosidades. En tan solo una mañana, he aprendido cosas como por qué las fachadas tienen tantas ventanas. Todo tenía su lógica. La ciudad está construida sobre el agua y su estructura es de madera, por lo que, para que no pesaran tanto las fachadas, cuantas más ventanas, mejor. Por eso lo de las casas danzarinas: los cimientos se mueven constantemente. Otro de los motivos de esas espléndidas ventanas es porque son edificios muy antiguos y carecen de ascensor; todas las mudanzas las realizan a través de ellas. Lo normal en esta ciudad es ver alguna lavadora o sofá volando por la acera. Parece de chiste, lo sé, pero mejor ir con cuidado y mirar hacia arriba de vez en cuando para procurar no pasar por debajo de algún mueble volador.

Esta tarde me he decidido por el parque de los museos y me he perdido dentro de las impresionantes y peculiares pinturas de Van Gogh hasta que sus puertas han cerrado casi conmigo dentro.

Anécdota: el armario empotrado de color me ha cacheado a la entrada del museo… Me ha apartado hacia un lado de la cola de entrada y me ha hecho abrir la mochila; lo mejor de todo ha sido la cara que se le ha quedado cuando ha visto el interior de mi bolso cargado de bolsitas de hierba ―evidentemente, todas son tés que una hora antes he comprado en un mercado―. Mi cara ha pasado por todos los colores cuando se ha liado a vaciar mi mochila y, para rematar la faena, se ha puesto a oler todas y cada una de las bolsitas, pero eso no es todo… La gente me miraba como si fuera una delincuente y, al final, resulta que el portero de discoteca se estaba riendo en toda mi cara. «¡Démosle un aplauso, por favor!», me ha dado ganas de gritarle a la gente que me miraba como un bicho raro por llevar la mochila cargada de té.

Continúa…

Instagram: @bailandoconlibros