La primera parte de varias historias de superación y realidad social.
PARTE I
Este ha sido mi tercer intento y no lo he conseguido. Sé que también habrá un cuarto e incluso un quinto y puede que a la décima lo consiga. Tal vez, puede que solo se queden en intentos y que no tengan ese final que en tantísimas ocasiones he imaginado…
Puede que, al igual que las otras veces, no lleguen a nada por el simple hecho de que soy una cobarde, porque no tengo las suficientes agallas como para llegar hasta el final. Sí, ese final que tanto deseo, final en el que dejaré de existir para siempre…
Eso también me da miedo.
Está decidido, mi única solución para acabar con esta profunda angustia y este dolor tan insoportable que cada día me martiriza sin ningún control, sin saber cómo diantres dominarlo, está en el glorioso suicidio.
Pensar en eso me alivia, ese pensamiento de quitarme la vida para dejar de sentir asco cada vez que me miro al espejo cruza por mi mente a cada minuto del día. Es ahí donde encuentro la solución de ponerle el punto final a todas estas pesadillas que me provocan un dolor constante y que me amargan el paso de mi existencia.
Si lo consigo… acabaría este miedo que siento, esa repugnancia que me provoca el sexo opuesto, esa impotencia de no haber podido evitar nada… Dejarían de temblarme las manos cuando visualizo aquel momento en el descampado. Ese momento que me quema el alma, que me desgarra las entrañas y que me hierve la piel cada vez que pienso en esas sucias y asquerosas manos recorriendo con impaciencia todo mi cuerpo.
Quiero dejar de existir para dejar de sentir, para dejar de pensar, para borrar ese recuerdo tan ácido de mi memoria.
Y yo me río de los que dicen que la vida es bonita y corta y que por eso hay que disfrutarla…
¿Qué cojones sabrás tú de la vida?
No fue premeditado.
Ese día no había planeado nada, simplemente me salió del alma. Lo que sí es cierto es que fue de una manera meramente impulsiva, por lo que eso la hizo ser diferente. Me sentía más segura que nunca, estaba decidida a llegar hasta el final. Y, esta vez, también fue fácil…
Como siempre, me encontraba sola en casa. A esa hora la abuela estaba despachando en la tienda. Aunque la casa estaba pegada al local, sabía perfectamente que no habría nadie. Entré en la cocina y cerré la puerta tras de mí, abrí la hornilla y me senté al lado para que todo fuera más rápido. Ya solo quedaba esperar para entrar en ese profundo sueño. En eso que todos llaman «la muerte dulce».
Jamás lo había tenido tan claro. De una cosa estaba segura y es que necesitaba huir de mí misma, de mis demonios que me atormentaban constantemente, necesitaba quitarme esas imágenes que directamente no se iban de mi cabeza desde lo ocurrido. Cada vez que la historia se repetía en mi mente se me revolvía el estómago, se me encogía el pecho por la angustia e impotencia que eso me producía. Un ardor que me quemaba subía y bajaba por mi esófago a sus anchas, después venía la rabia por ser tan frágil y las ganas de llorar me envolvían de nuevo.
Huía de ese miedo continuo que sentía cada vez que me imaginaba a alguien poniéndome su maldita mano encima, miedo a que me dañaran tanto por fuera como por dentro.
Me habían destrozado la vida, me habían anulado como persona y como ser humano… Odiaba este mundo con todas mis fuerzas, pero más odiaba a esas dos personas que me habían hecho tantísimo daño.
Sentía asco de mí misma y de mi cuerpo, me daba asco el mundo entero. Ese sentimiento oprimía constantemente mi cuerpo, un sentimiento profundo y cargado de dolor se apoderaba a cada minuto de mí.
Luego estaba ese horroroso vacío que me habían dejado mis padres al marcharse de mi vida de esa manera tan rápida y cruel…
Cuando tuve mi primer intento de suicidio fue a las dos semanas de su muerte. Lo hice porque yo también quería irme con ellos, no quería un mundo sin esas dos personas a mi lado… Ese día, me recosté en la cama de la abuela, me gustaba hacerlo porque la almohada olía a ella, olía a vainilla y a jazmín. Me recordaba tanto al olor de mi madre que no podía ser mejor lugar para tomarme todas las pasillas de golpe y dejar de existir.
Pero… ella me encontró tumbada en su cama y al momento supo lo que estaba sucediendo.
No recuerdo más de ese día, de lo único que me acuerdo es de despertarme en aquella fría habitación de hospital y verla a mi lado, luchando por mí, por mi vida…, cuidando de su única nieta.
Me despierto con el primer toque del despertador, me estiro y repito el mismo ritual de todas las mañanas.
Me siento con las piernas cruzadas encima de la cama y me dedico unos minutos a mí. Cierro los ojos y pongo la espalda recta, me centro en el tictac del reloj que tengo en la mesita de noche y cuento tres respiraciones conscientes. Luego inhalo durante unos cuatro segundos, hago una pequeña apnea y exhalo también en ese mismo tiempo. Repito este mismo ejercicio de respiración tres veces más para luego respirar con normalidad. Inspiro dirigiendo el aire hacia mi corazón, noto cómo entra el frescor por mi nariz y espiro a la vez que siento cómo el aire templado sale de mi cuerpo.
Quince minutos es lo que le dedico a relajarme todos los días de la semana. Llevo dos años haciéndolo, más bien desde que leí el libro El arte de sentirse bien. Un libro que me ayudó en momentos difíciles, en los cuales ni el psicólogo era capaz de hacerme ver la vida tal y como es, bonita, por el simple hecho de que ya solo dependía de mí y no de un profesional.
La muerte repentina de mi padre nos afectó mucho a mis hermanas, a mi madre, pero sobre todo a mí. Porque mi padre y yo teníamos una especie de conexión fuera del alcance de cualquier persona. Podía leerme la mente con solo mirarme a los ojos y la unión que nosotros teníamos era tan diferente a la de mis hermanas que incluso ni con mi madre la tenía.
Su muerte fue algo tan inesperado que nos cambió la vida a todas. Dejamos de juntarnos los domingos para comer, mis hermanas se centraron en sus hijos y su familia y fuimos mi madre y yo las que nos quedamos solas en nuestra casa adaptándonos a la maldita situación.
Mi preciosa madre dejó de ser ella, dejó de cocinar, de vestirse y de salir de casa. La cama la consumía día tras día, así que tuve que tirar de ella y a la vez también de mí. Yo volví a ir al psicólogo y pude arrastrarla a que viniera conmigo, eso le ayudó incluso más que a mí… Yo aún me encontraba perdida y fue entonces cuando comencé a adentrarme en el mundo del crecimiento personal, la meditación, el yoga y todo lo que tuviera que ver con mirar la vida de otra manera.
Todo eso me ayudó a sobrevivir y ahora intento ponerlo en práctica cada día. Porque me hace sentir bien, centrarme en mis pensamientos y disfrutar de esas cosas insignificantes de la vida.
Adentrarme en este mundo me devolvió esa seguridad que de pequeña me arrebataron y en su momento fue mi padre quien me hizo creer de nuevo en mí. Y ahora, de mayor, con su muerte y el recuerdo de un pasado que me persigue constantemente como un monstruo, vuelvo a recaer en ese mundo de inseguridades.
Desde hace dos años intento ser yo…, sigo luchando por mis cambios de estado repentinos, por mi ánimo, y aún sigo buscándome…
Después de esos quince minutos de meditación mi día pinta mucho mejor. Me levanto de la cama y subo las persianas. Ilumino todo el piso con la luz del día. Me encanta la luz natural y me encanta mi piso. Una ducha, un café solo y mis labios pintados de color cereza me hacen sentir un poco más grande. Me visto con lo último que me he comprado y termino escogiendo los tacones que mejor le van a esa ropa, los de imitación de serpiente. Salgo a la calle y espero a Víctor, mi compañero y amigo. Vive a dos calles de mí, así que cada semana nos alternamos los coches para ir a la empresa.
Mi trabajo me encanta, es de esos con los que cualquier persona soñaría recién salida de la carrera. Trabajo en el departamento de marketing de una de las revistas más cotizadas de todo el país. Y, aunque somos todo chicas menos Víctor, se trabaja bien y a gusto… Bueno, aunque, si por mí fuera, echaría a alguna que otra lagarta a la calle…, pero por lo demás no me puedo quejar.
—Hola, princesa —Víctor me saluda con esa sonrisa tan perfecta, parece un maldito actor buenorro, pero es el hermano de una de mis mejores amigas, así que para mis ojos él no es hombre, él simplemente es Víctor… Nuestro Víctor—. Qué guapa estás, ¿quién diría que vas a la oficina a trabajar? Yo ese modelito me lo hubiese puesto para la boda de la infanta, por lo menos.
Me río, siempre me hace reír con sus comentarios, aunque, a veces, también me toca los ovarios y mucho. Pero le quiero, porque no solo es mi amigo, él es… parte de mi familia.
Escucho voces de fondo, Víctor acaba de entrar corriendo a mi habitación para meterse conmigo en mi cama. Yo lo acurruco entre mis brazos y le pregunto si quiere que le cuente la continuación del cuento de la noche anterior. El pobre asiente; me mira con sus ojitos verde esmeralda envueltos en lágrimas.
Otra vez lo han vuelto a despertar los gritos incesantes de nuestros padres. No entiendo por qué se gritan, ni siquiera sé por qué se pelean constantemente. Tan solo soy un año y medio mayor que mi hermano, pero lo suficiente como para darme cuenta de que en esta casa algo no va del todo bien. Los gritos vuelven a oírse en el eco de las paredes junto con lo que parecen ser jarrones o platos estrellándose contra el suelo. Víctor se agarra fuerte a mi cuello y yo lo abrazo, protegiéndolo de todos los males. Para tranquilizarlo, le propongo un juego y mi pequeñín acepta.
El juego consiste en imaginarse un lugar diferente cada vez que le dé miedo y luego lo pintaremos juntos y de todos esos lugares escogeremos el que más nos guste y será el que algún día visitaremos.
—Y ahora cuéntame a dónde te gustaría viajar en estos momentos, mi pequeño…—le digo mientras le acaricio su pelo negro.
—Quiero ir al país de los ositos. —Y al escuchar su vocecita me provoca una ternura que no puedo evitar abrazarlo con más fuerza.
—Ese lugar me gusta… tendremos que escoger a algún amigo para que nos acompañe, ¿no crees? —Y mi hermano asiente mientras imagina ese mundo lleno de osos—. ¿A quién quieres que nos llevemos?
—A… Copito de Nieve y Rosita, y también a Cariñoso, Gordita y Grandullón… —Me río por lo inocente que es y se me encoge el corazón solo de ver lo que le hacen pasar esas dos personas egoístas que tenemos como padres. No se lo merece y tampoco nos merecen.
—Creo que van a ser muchos acompañantes de viaje. Pero no pasa nada, porque, ¿sabes qué?
—¿Qué? —me pregunta intrigado.
—Que…, pensándolo mejor…, creo que… para el viaje podemos alquilar un autobús y llevarnos a todos los ositos de tu habitación.
—¿En serio, Julia? ¿De verdad podremos llevárnoslos a todos? —A mi pequeño se le ilumina la cara solo de saber que sus adorables peluches lo podrán a acompañar en nuestro superviaje…
Me despierto de golpe y sudando. Otra vez esos sueños que no dejan de transportarme al pasado…, otra vez esas pesadillas…, pesadillas que fueron reales y ahora persisten en mi pensamiento.
Y otro extraño en mi cama, de este tampoco recuerdo su nombre…, parece guapo. Me quedo un rato mirando la cara del invitado y el agobio comienza a apoderarse de mí porque no lo conozco, bueno, en parte sí. Lo conocí la noche anterior, pero, al ir como una maldita cuba, apenas recuerdo nada… Siempre me pasa, por eso termino echándolos a todos de mi cama, de mi casa y de mi vida.
—Eh…, oye… Perdona… —Intento despertarlo. Ni siquiera recuerdo cómo llegamos hasta mi cama, pero sé que es el camarero del último garito en el que estuve anoche.
El chico se revuelve en mi almohada.
—Hola…, morena… —Se despereza un poco más y luego me da un suave beso. Sonrío porque después de la noche que hemos pasado no quiero ser maleducada. Pero quiero que se vaya.
—Emm… Perdona que te despierte…, pero es que me tengo que ir a trabajar y mi madre está a punto de llegar, así que te tienes que ir.
Salgo de la cama y comienzo a vestirme rápidamente.
—¿Vives con tu madre? —pregunta mientras sale despacio de entre las sábanas. Le miro el torso y ahí se puede hasta rayar queso. ¡Sí, señor! Qué buen gusto tengo…
—Ajam… —miento. Le paso su ropa.
—Creo que anoche me dijiste algo de tu compañera de piso…
—Bueno, sí, es que es como si fuera mi compañera de piso —vuelvo a mentir y lo saco de la habitación tirando de su mano para que se dé más prisa mientras este continúa poniéndose la camiseta por el camino.
Me voy directa al baño porque paso de que me pregunte nada más. Cuando salgo, el chico está en la puerta del piso, apoyado en la pared esperando a que le despida. Con la cara ya lavada y el moño en lo alto de la cabeza me acerco para decirle que ya quedaremos…, pero este me sorprende cogiéndome por la cadera de un modo cariñoso.
—¿Te apetece un cine esta noche? —Umm. Mierda, no, no me apetece… ¿Por qué los tíos no entienden que es un polvo de una noche y ya está? No hay más donde rascar.
—Pues esta noche… tengo cena de chicas… —finjo como una bellaca.
—Bueno, pues mañana u otro día, no importa…, pero me gustaría volver a verte.
—Déjame tu número y te llamo… —Le sonrío para parecer más convincente. Pobre…
El chico sin nombre, por fin, queda convencido y con una sonrisa se marcha de mi casa.
Y yo… me vuelvo a la cama muerta de sueño. Tengo que dejar de hacer eso porque esto tampoco me hace sentir mejor, ni siquiera me acuerdo bien de la noche anterior y… odio esta maldita sensación de vacío.
—Pásame esa mierda, tío. —Cuando tengo el porro entre mis dedos le doy una profunda y larga calada y eso me alivia, aunque a la vez me quema por dentro.
Sé la porquería de vida que he elegido y ya creo que no hay vuelta atrás…
—Colega, pásamelo, que te lo vas a hincar tú solo. —El Coletas me pega un codazo y se lo paso dándole antes otra rápida calada. Luego doy un trago a la litrona que tengo ya caliente en el suelo mientras veo cómo un grupo de nenas se nos acercan.
—Hola, Snake… —Yoli me saluda y me quita la cerveza de las manos. Le pega un trago manteniéndome la mirada y luego me la devuelve relamiéndose los labios con su lengua. Esos labios que tienen tanta fama de chuparla mejor que nadie en todo el instituto.
—Hola…, bebe si quieres, no te cortes —le digo con sarcasmo, y esta me sonríe y no lo entiendo, porque lo que acabo de hacerle es pegarle un corte para que se vaya por donde ha venido.
—Nunca me corto, tranquilo. —Me sonríe de manera provocativa.
No le devuelvo la sonrisa, solo me limito a levantar la ceja por inercia.
—Oye…, me han dicho que te acabas de hacer un tatuaje nuevo que mola un montón.
Esta, sin ser invitada, se me acopla a mi lado y me pone su zarpa encima de mi muslo.
—También tengo otra cosa que mola mucho más.
Y al decir esto todos mis colegas ríen, y ella también. Tampoco lo entiendo, porque estoy burlándome de ella.
—Pues eso también me gustaría verlo… —Se muerde el labio y aprieta mi muslo entre sus dedos.
Todos empiezan a aplaudir y a hacer ruidos exagerados con la boca.
No es que no me gusten las tías, sobre todo las de pechos grandes, y esta víbora los tiene… y muy grandes. Pero paso de ella.
Antes de juntarme con esta peña que solo fuman porros y beben hasta quedar tan colocados que no se acuerdan ni de su nombre verdadero, sino solo de esos apodos que se han ido inventando porque así dan más respeto, yo era…, simplemente, diferente… O por lo menos iba a clase y trataba de sacar las asignaturas. Era en aquella época cuando siempre veía a las matonas de turno burlarse de los más frágiles, reírse de los más vulnerables y hacerse las gallitas con los empollones para quitarle cosas que a ellas les entraban por el ojo. Y Yoli era y sigue siendo la cabecilla de ese grupo o más bien del rebaño que le sigue a todos lados. Creo que siempre ha sido y será su única aspiración, creerse alguien en la vida; pero lo más triste es que nunca será nada…, como yo.
Ahora me llaman Snake por mis ojos, o tal vez por el veneno que llevo dentro… ¿Quién sabe?
Me repatea cada vez que veo asomar a esa tipa con esa sonrisa en la boca creyéndose que se va a comer el mundo cuando lo único que se va a comer es una mierda o, mejor dicho, una tranca bien grande, porque eso es lo que va pidiendo a gritos.
Yoli es mayor que yo y mayor que todos los que estamos aquí… Sé lo que quiere de mí y, directamente, paso.
Cuando miro a mi derecha, ya no está.
— ¿Y esta…? ¿Se ha bebido su propia sangre de víbora de tanto morderse el labio y se ha envenenado?
Todos ríen al escuchar mi comentario y yo sigo bebiendo desganado… Porque así es como me siento todo el puto día. Desganado con la vida, con mis días y con el mundo entero. Pero ya he elegido el camino y ha sido el de no hacer nada y dejar que pasen los días…
—Tío, yo no entiendo cómo no te la trincas ya de una vez, si te lo está poniendo tan a huevo.
—Porque se lo pone a huevo a todos y eso es aburrido —digo sin más—. Me piro, tíos…
Me choco los puños con los chicos y me dirijo hacia mi moto; cuando me estoy poniendo el casco siento unas manos por mi cintura y unas tetas pegadas a mi espalda.
—¿Te vas sin enseñarme tu tattoo? —Una voz femenina que me repele ronronea a mi espalda.
—Otro día, ahora me esperan… —Y, dicho esto, me suelto de sus zarpas, me subo en mi moto y arranco dejándola allí plantada.
Llego a casa, colocado y medio borracho. Dejo la moto en el garaje junto al porche de mi padre y al Mini de mi hermana, subo las escaleras de dos en dos y entro directo en mi habitación sin decir a nadie que he llegado.
Total, mi padre andará en su despacho o hablando por teléfono sin parar y mi hermana… no quiero que me vea así, ella no.
Me quito la camiseta y me tiro en mi cama, me pongo los cascos y subo el volumen de mi móvil a toda pastilla para no pensar en nada.
—¡¿Pero se puede saber qué mierda es eso?!
Cuando abro los ojos, me encuentro a mi hermana echa una fiera encima de mí tratando de bajarme el pantalón.
—¡Víctor! ¡Tú eres imbécil, ¿verdad?! —Julia consigue bajarme los pantalones.
—¡¿Se puede saber qué pasa contigo?! —le suelto enfadado.
—¡¿Y a ti…?! ¡¿Se puede saber qué demonios te está pasando en la cabeza?!
Hace tiempo que no veía a Julia tan enfadada conmigo.
—Nada que a ti te importe. ¡Déjame en paz!
—¡¿Estás hablando en serio?! ¿Te crees que te puedo dejar en paz con tu cabeza llena de pájaros? ¿De verdad piensas que si no me importaras una mierda estaría así después de ver el tatuaje tan horrendo que te has hecho? Y, para colmo, no es una serpiente que te asome por el vientre, sino que es una jodida anaconda que te baja por todo el muslo.
La miro y no le digo nada, aunque no me guste verla así conmigo.
—¿Te crees que no sé por qué te lo has hecho? —Y continúa con su regañina—: ¿En serio te piensas que no sé a qué se debe esa actitud de arrogancia y de «paso de todo»? ¡Sé que te llaman Snake! Y que ese maldito tatuaje te lo has hecho para encajar en ese grupo de «ninis» que no son nada y nunca llegarán a nada.
No le respondo porque me sorprende que tenga razón, pero en ese momento paso de reconocerlo. Me pongo los cascos y la ignoro… Y me siento mal, aunque quiera aparentar todo lo contrario.
Ella es la única persona que se preocupa por mí desde muy pequeño. Desde que mis padres discutían a voces y se machacaban la vida uno a otro sin importarles el ambiente donde estaban creciendo sus hijos. Ella es la única que ve al Víctor de siempre, ella es con la que a veces puedo seguir siendo yo… La que de pequeño me acunaba y me contaba cuentos para dormir porque los gritos de mis padres me despertaban asustado… Ella lo era y lo es todo para mí, y hasta eso con el tiempo también lo estoy perdiendo, porque la estoy cansando con mi actitud y mi silencio.
Después de esa discusión, Julia tardó en volverme a dirigir la palabra, pero al fin lo hizo…, y yo me alegré, aunque no lo demostrara mucho con mi actitud.
En esos años, cuando se dirigía a mí para contarme algo o para gastarme alguna broma, su mirada me hablaba de súplica, pero sus palabras callaban… y yo era incapaz de hacer nada.
Esa parte de mí la odié tanto que aún lo recuerdo como una de las peores épocas de mi vida. Época en la que me perdí y tardé en encontrarme… Pero me encontré.
En el baño de aquel yate de lujo lleno de niños pijos, donde las tías parecían muñecas recién sacadas de su caja de cristal que aparentan no haber roto un plato en su vida; las mismas que se te rifaban para que las invitaras a una raya de coca y no porque les faltara el dinero…, sino para seguir aparentando que son las hijas ejemplares de papá… Pues precisamente ahí estaba yo cuando recibí esa inesperada llamada.
Las siete de la mañana, la música del after retumbando por las paredes del barco, la gente moviéndose por todos lados, todas las esquinas ocupadas y mi móvil vibrando como un loco en el bolsillo de mi pantalón.
Ni siquiera me di cuenta… Fue una tal Azucena o Margarita, no recuerdo su nombre o creo que ni siquiera se lo llegué a preguntar, pero fue esa chica que tenía pegada como una lapa la que se percató de que me estaban llamando.
Al principio no le eché mucha cuenta y seguí devorando el cuello de mi acompañante, pero su insistencia fue lo que me hizo sacarlo del bolsillo de mala gana para ver quién me estaba molestando a esas horas.
Cuando vi el nombre en la pantalla de mi móvil, me temí lo peor. Que Teo, la mano derecha de mi padre, me llamara a esas horas no era normal. Muy a mi pesar aparté como pude a la chica que tenía enroscada en mi cuerpo; ella se quejó y yo la ignoré. Salí de las cuatro minúsculas paredes que formaban el baño y busqué algún sitio libre.
—¡¿Sí?! —grité mientras me tapaba con la mano libre el otro oído.
—¡¿David?!
—Sí, te escucho… ¡Dime!
—¡David!, soy Teo, no te escucho bien…
Al no encontrar ningún hueco libre, corrí escaleras abajo para refugiarme del sonido de la música y del bullicio, pero era casi imposible, había ruido por todas partes.
—¡Teo! ¡¿Me escuchas ahora?! —volví a gritar más fuerte.
—¿David? Hay mucho ruido de fondo y a ti te escucho entrecortado.
Me moví de un lado a otro con el móvil en alto buscando alguna raya más de cobertura…
—Hijo, no sé si me estás escuchando…, pero necesito decirte algo. —Teo se tomó unos minutos—. Tu padre ha muerto, David.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea durante unos segundos de más y continuó hablando.
—Siento darte esta noticia por aquí y más de esta manera. Pero ha pasado todo muy deprisa… Llámame cuando puedas, por favor. Me gustaría hablar contigo más tranquilamente.
Entonces es cuando el corazón se me paralizó, la sangre dejó de correrme por las venas, mis oídos dejaron de escuchar… Y mi cabeza solo procesó esas cuatro palabras:
«Tu padre ha muerto», «tu padre ha muerto», «tu padre ha muerto»…
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